sábado, 26 de septiembre de 2015

Hombres muertos que caminan (23)

la educación_
...soy fuerte a la fuerza.

Unos despiertan con el canto del gallo. Otros, con las sirenas de las ambulancias. En mi barrio abríamos los ojos con los bramidos de uno de nuestros vecinos.
Era divertido verlo rebuznar amarrado a las barandillas de hierro del balcón, como si le hubieran soldado las manos. Niños y adultos disfrutábamos por igual de aquella feria matutina.
Mamá no.
Yo no entendía aquel contraste de sentimientos y le pregunté a papá por qué si los demás nos reíamos, ella lloriqueaba.
Él me dijo que aquel chico había nacido con un problema, con algo que no funcionaba correctamente en su cabeza, de ahí su comportamiento. Me dijo que éramos unos privilegiados, que teníamos brazos y piernas, ojos y oídos, veinte dedos, corazón, riñones, todo funcionando con normalidad. Que éramos afortunados por poder desenvolvernos con autonomía, por haber esquivado la fatalidad que en ocasiones se ceba con algunas familias. Me dijo que lo fácil era eso, reírse –y también lo más miserable– y que lo triste era que se burlaran de uno y tener que resignarse. Me dijo, que para aquellos padres, ese hijo era tanto como para él lo éramos nosotros y que estaba en mano de todos ayudarlos a caminar con la cabeza erguida y el pecho inflado de orgullo.
Me crié en un segundo piso en el que se lloraba por todos, en el que estaba bien visto compartir y ayudar a los demás, en el que burlarse de quien compitiese en desventaja era convertirse en minúsculo y cobarde. Mis padres me enseñaron a comportarme, a dolerme del dolor ajeno, a no ofender, ni siquiera con una sonrisa, a quien no se pudiera defender. A respetar. Y a callar.

Yo me fié y desenvolví una conducta basada en aquellos consejos. Nadie me habló de lo demás. Me educaron para ser una buena persona y me lo creí, pero el mundo aguardaba paciente. Y me desgarró con sus zarpazos.

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