martes, 22 de noviembre de 2022

Barrios

 

Fotografía: efialtes_fernando gonzález

Me gusta la vida de barrio. Las calles muertas donde solíamos salir a jugar sin riesgos cuando éramos pequeños. La tienda donde comprábamos chucherías, las hileras de coches aparcados detrás de los cuáles nos ocultábamos al jugar al escondite. Su olor a asfalto y su sabor a balcón con toldo y barandilla. Los barrios son nuestros vecinos tomándose un café en el bar de abajo, los garajes contra cuya persiana los niños lanzaban el balón como si fuese una portería, una pintada en la pared de tu edificio que ponía Manuel y Susana. Los barrios tienen ese aire familiar que los convierte a todos en uno solo, que bien podría ser el lugar donde te criaste y te pelaste las rodillas al jugar al pañuelo. Son las charlas de las vecinas, de ventana a ventana, los tendederos de ropa, las persianas sucias, las plaquetas que se caen de las fachadas de los años 70. Los portales de los primeros besos, los ascensores donde todavía caben cuatro personas, los perritos que sacan a pasear a sus dueños, los gatos en el alféizar de un quinto piso. Me gustan los barrios porque en ellos hay vida, sonido de motores y de pájaros, alegría. Porque son lugares sencillos donde vive gente variopinta y, a veces, infeliz. Porque son los lugares que habito y sobre todo, me gustan, porque no se morirán nunca.

martes, 8 de noviembre de 2022

La sombra del ciprés

Fotografía: efialtes_fernando gonzález

 La tumba de mi madre está a la sombra de un ciprés. Ella se murió y no hay nada que pueda hacer para que vuelva, salvo recordarla cada día de la vida que me queda. Y eso hago, de momento, olvidarme de olvidarla. Mi madre era la típica tía que no se quería morir ni a tiros, pero se ha muerto, repito, aunque de pequeña yo pensaba que eso jamás le pasaría. Hizo lo que pudo, la verdad, pues fue inmortal hasta este 16 de febrero, día en que todo acabó, a sus 76 años. La muerte de una madre sólo sucede una vez, y es suficiente. Una vez ocurre, ya no es posible escucharla, abrazarla, ni preguntarle por su pócima sabrosa de licor café. Su presencia sonriendo, cocinando, peinando mi pelo alborotado. De mi madre solo me quedan mi padre, mi hermano y Toby. Todo lo demás son objetos que me la recuerdan, pero que no me quieren como ella. Desde su muerte, no he dejado de ver mariposas blancas, algunas, dentro de casa. Me gusta pensar que son ella, que desde algún lado viene a vigilar, a cuidarme. Cada uno se consuela como puede. Imagino que es demasiado pronto para aceptar de una manera radical que no la volveré a ver, que no puedo llamarla, que ha desaparecido, que debo sacar ya su ropa del armario. Sólo me queda la posibilidad de un sueño al azar y visitar su tumba, su tumba blanca -como las mariposas-, bajo la sombra de ese viejo y triste ciprés del cementerio de mi pueblo.