Fotografía: efialtes_fernando gonzález |
Me gusta la vida de barrio. Las calles muertas donde solíamos salir a jugar sin riesgos cuando éramos pequeños. La tienda donde comprábamos chucherías, las hileras de coches aparcados detrás de los cuáles nos ocultábamos al jugar al escondite. Su olor a asfalto y su sabor a balcón con toldo y barandilla. Los barrios son nuestros vecinos tomándose un café en el bar de abajo, los garajes contra cuya persiana los niños lanzaban el balón como si fuese una portería, una pintada en la pared de tu edificio que ponía Manuel y Susana. Los barrios tienen ese aire familiar que los convierte a todos en uno solo, que bien podría ser el lugar donde te criaste y te pelaste las rodillas al jugar al pañuelo. Son las charlas de las vecinas, de ventana a ventana, los tendederos de ropa, las persianas sucias, las plaquetas que se caen de las fachadas de los años 70. Los portales de los primeros besos, los ascensores donde todavía caben cuatro personas, los perritos que sacan a pasear a sus dueños, los gatos en el alféizar de un quinto piso. Me gustan los barrios porque en ellos hay vida, sonido de motores y de pájaros, alegría. Porque son lugares sencillos donde vive gente variopinta y, a veces, infeliz. Porque son los lugares que habito y sobre todo, me gustan, porque no se morirán nunca.