martes, 30 de junio de 2015

Tiempo libre

 Me encontraba agotada.

  Sólo quería parar, dormir, no despertar.
      En casa, aspirando, choqué contra la tele. 

El reloj que tenía encima cayó al suelo y se descuajeringó. Cogí la carcasa, la alcé y ese pensamiento vino a mí. 


Cerré los ojos, resoplé, lo deseé: tiempo libre.

Luego los abrí y dije: cooooooño. 
¡¡¡Ya tengo idea para el 
Premio de Poesía Experimental de Badajoz!!!

     Os juro que no podía con el culo, 
pero monté la cajita. Le pedí a Oscar Garra que me la grabase. 
Refunfuñó por la tipo que elegí. No lo veía claro. 

No le hice ni puto caso :). Et voilà.


lunes, 29 de junio de 2015

Caramelito


A mi cuñada Merche, que se mantuvo a nuestro lado.

que apostaron por la vida.

     Si no hubiera llegado a esto, si no me hubiera convertido en el excremento humano que soy, tal vez en ese caso pudiese aferrarme a la esperanza, darle paso a una nueva oportunidad. Pero mi casa es húmeda y toda mi ropa huele a moho, una peste que penetra en este alma no publicable, empotrada en un cuerpo que se alimenta de huevos caducados, que camina rápido, pero avanza despacio. La mirada se conserva limpia, como el coche de lujo antiguo al que no le falla el claxon por puro empeño de su dueño, pero todo lo demás es raro, turbio, de vez en cuando mezquino, hipócrita e infiel.  Se puede tomar distancia y continuar, mientras el cuerpo aguante, pero uno sólo es fuerte y cruel cuando es joven, mientras no sufre esas pérdidas que debilitan o destruyen, cuando aún no se ha visto en la obligación de resignarse. Uno es fuerte cuando nace y lo demás es puro miedo, pura angustia, una maldita emoción decadente que te conduce a diario a precipitarte por los peldaños de la escalera, para acabar suicidándote antes de llegar al portal.  
     Me niego a responder a la vida con optimismo y a no poder expresarlo con la indiferencia del que se come unas lonchas de jamón de bellota como si fueran de marca blanca. No cuando en mis sueños tan sólo aparecen personajes de la tele, y qué. El 80% de mis vecinos pone cara a Belén Esteban y culo a Boris Izaguirre. Para el 20% restante no son un ejemplo a seguir, aunque mientan menos que aquellos que lo son. Hay que desdramatizar. Un culo es simplemente eso: un culo, y admitamos esa afirmación como la más imponente de nuestra democracia, desmigajada sin tapujos sobre la mesa de aquel programa diario que todos vimos y que nadie recuerda haber visto, que algunos han preferido colgar en el perchero de los decesos mediáticos, como a un Espinete más.  
     Sin embargo hoy me he levantado con el ánimo sublevado, dispuesta a defender la dignidad de mi nevera y a aclarar que todos mienten, que hasta mi pesimismo crónico se equivoca por momentos. El llanto de las ampollas de mis pies me oprime la sesera, que aún así advierte que este ha de ser el camino correcto, que debo de continuar por ahí. No soy una chivata. Pero los Reyes son los padres y el ratoncito Pérez un pariente que mete dinero bajo la almohada. El cura de mi barrio tiene seis hijos. Nadie a quien conozca conoce a nadie que haya resucitado. Ser mujer no es tan maravilloso. La menstruación huele y duele, a veces casi tanto como un parto. Cuando me aburro me como los mocos, no como otros que se entretienen preocupándose por el retraso en las edades de jubilación, cuando aquí ya nadie se muere de viejo.  

Tal vez mi madre.
      Es la típica tía terca que no quiere dejar este mundo ni a tiros, aunque sepa que ahí arriba también hace falta mano de obra. Si no fuera por eso, mis órganos estarían destinados a pudrirse en una tumba. Pero las leucemias son así, al menos cuando las tratan. Litros de llama líquida circulando por un tubito naranja hacia el cuerpo, una rotura de cañerías en las tripas, los dientes amarillos, la piel vieja soltándose en lascas, el esqueleto que se hincha como un flotador para luego salir a flote, el almohadón lleno de pelos y un grupo de familiares en el pasillo, a los que se les aflojan las rodillas sin que sea por amor. La grosería pura y dura llega con los paseos en círculo durante meses sobre la plaqueta pulida de la sala de espera de un hospital cada día más privatizado y con un sms de tu hermano, apuntalando la peor madrugada de tu vida: "Acaban de llamar de la UCI. Van a intubar a mamá." 
      El que le abre la boca y dice ahí va eso es coordinador de transplantes. Cuando son las 4 de la mañana y todo puede salir peor de lo que ya va, piensas, aunque no creas en casi nada, que ofrecer tu cuerpo fresco a ese hombre será un aliciente para él a unas horas en las que ni toda la cafeína del mundo puede motivarte a nada que no se haga en postura horizontal. Y decides hacerte donante. Después del tubo vendrá una traqueo y seis meses más de ingreso. Aprender a caminar, a comer, a hablar y a llorar, aunque eso es algo que nunca ha olvidado. 
      En lo que dura un programa de radio pienso todo esto y hago mis cosas. Lavarme los dientes y tal, mientras ella mordisquea una pera sin atragantarse. Casi un año después, en casa, con sus treinta kilos menos y el pelo lanudo como el de un Pelocho, sólo piensa en bailar y en hacer el tonto. Claro que llora una vez al día, quién no, con la que está cayendo y aunque lo radie Lucas, pero enseguida se le pasa y se pone a cantar CaramelitoTendré que llamar a la radio para que se la dediquen. Y para decírselo. 

Que tranquilos, que hasta el día a día, que hasta la vida, se cura. 

       Que a veces se equivocan incluso las letras de Cold Play, que la rueda no siempre destroza a la mariposa. Y que aunque ellos lo piensen, lo debatan, lo afirmen, que aunque todos crean que el vaso se desborda, yo les digo, abandonando por un instante mi perpetua negatividad, que mi padre, cincuenta años después de haberla conocido, ha vuelto a sonreír :).


sábado, 27 de junio de 2015

Cesâââââreo

Así que después de comer, se fue al pueblo. 

De camino se encontró a la lechera y la saludó. Tan sorprendida se quedó Mariola, que le regaló unos litros de leche. 
Continuó Cesâreo y en mitad de la plaza vio al alcalde, a quien también saludó. Asombrado Don Teodosio, ordenó que le regalasen al bigotes un banco de madera con sus iniciales grabadas. 
Con una sonrisa :), se pasó después Cesâreo por la tienda a comprar unas tazas para tomar caldo y al salir, algo cansado de tanta charla (recordemos su falta de costumbre), se apoyó en los peldaños de la fuente, donde se le acercaron docenas de niños, a hablarle de sus juegos y sus vidas, haciéndolo reír a carcajadas, hasta que llegó el anochecer.
Se marchó entonces a casa, con el corazón contento. 
 
Le habían instalado ya el banco y en él, balanceando las piernas, estaba esperándolo la pequeña Marta.

 No se enfade señor Cesâreo ¡es que estaba cansadita!
A ver, toma, para que recuperes fuerzas– y le dio unas cerezas
 
Marta las devoró y su barriguita se convirtió en una barrigota
 
Ay, ay– se quejaba tumbada panza arriba, lanzado pedorretas para salir de la indigestión.
 Ja, ja, ja, reía él. ¡Te has dado demasiada prisa en comerlas!– Y tapándose la nariz le fue contando su grandioso día. –Pero dime qué piensas pequeña, ¿crees que lo haré bien? ¿Tan bien como las perdices?
Aaaay pues yo creo que sí decía ella con cara de retortijón. Mejor, porque no está encerrado en un gallinero. Así que podrá hacer amigotes, visitarlos en sus casas, o ellos podrán venir a la suya si los invita, podrá jugar a las cartas, o al dominó, o reunirse en la plaza y dar cerezas a los niños ja, ja, ja... Ayy...
¿Tú crees que me acostumbraré a tener tantos amigos?– le preguntó él.
Claro que sí– definitivamente Marta era sabia –hablar con la gente es mucho mejor que no hacerlo. Más entretenido. ¿Además ahora quiere, no?
            –¡Ya lo creo!– respondió Cesâreo. 

         Y dejó que le rodease el cuello con sus pequeños bracitos, para empezar a contarle, sobre aquel estrenado banco, una de las novecientas ochenta y seis historietas de las que sólo han llegado a tener conocimiento los hombres con bigote a dos colores, que se dan con la cabeza en la rodilla cada vez que se agachan para atarse los cordones de los zapatos.

El maleficio estaba roto. Cesâreo lo había conseguido.



viernes, 26 de junio de 2015

Cesââââreo

Cuando a la mañana siguiente se levantó y vio aquel soberano desastre, se quedó atascado como un ruedín de bicicleta entre dos piedras. 

Su experimento había fallado, así que barrió y tiró a la basura los cuarenta y ocho mil doscientos cristalillos que se encontró esparcidos por el suelo, después de la batalla de su querida perdiz con los espejos. 
 
¡El pollo está solo, pero NO ES IDIOTA! ¡Sabe que un espejo no es un pollo, ni un amigo! ¡Un espejo es un espejo!– le soltó burlona Martita.

Pero para Cesáreo tampoco su ave era un pollo, sino una perdiz, de manera que no llegó a ningún acuerdo con la cría. Por mucho que hubiese nacido en un corral.

¡Lo que le pasa a esta perdiz es que no tiene nombre! –concluyó después de mucho exprimirse el cerebro. –¡Eso es lo que le pasa! La llamaré Traviesa :)))), a ver qué le parece. ¡Traviesa! ¡Traviesilla! ¡Ven a zampar monina!– Pero lo de aquella perdiz no tenía cura. 
Ni caso le hizo, por lo que, desesperado, dio su brazo a torcer y fue a pedir consejo a la experta.
Enseguida la encontró, aporreando unas tarteras viejas y oxidadas (paparabám pam pam, paparabám pam pam, parabám parabám parabám, paparabám pam pam, paparabám pam pam, parabám parabám parabám).

Hombre, yo sólo soy una niña, pero cualquiera se da cuenta de que lo que quiere su perdiz no es un nombre, sino compañía.
Pero entonces, ¿yo que soy?– replicó Cesâreo.
Pues un protestón, por mucho que le canturree. Además usted es un hom-bre. ¿Comprende? Y un hombre no es un pájaro. Un hombre es un hombre. Y una perdiz es una perdiz. Así que deje de silbarle melodías raras y tráigale un grupo de amigas de su especie, que ya se entenderán entre ellas.

Aquella misma tarde lo hizo. Compró media docena de perdices. Y tuvo que reconocerlo. Fue toda una victoria. Uuun éxito. El gallinero se convirtió en una verbena, así que, casi todos contentos. Porque ahora era él quien se encontraba más desanimado y solo que nunca.

¡HAGA LO MISMO!– le aconsejó Martita desde su cabaña del árbol.

Cesâreo tomó nota de su inteligente consejo y:
1.- Se apoyó en dos patas (piernas en su caso) y se dijo ¡Ésto es pan comido!
2.- Encargó al sastre un traje de plumas, aunque enseguida –¡cof, cof, cof!, ¡aaaaaaa!!!!! ¡chís!, ¡cof, cof!– le dio alergia.
3.- Picoteó grano del suelo –pic,pic,pic– , pero se llenó los dientes de tierra.
4.- Durmió junto a ellas en el gallinero –mimimimimí– y cogió un gripazo –¡Uuuuaaaaaaaaaaaaa! Chuuuuussssss!!!!
Aquello no funcionaba. Tampoco lo de echarse a volar desde un tejado:
¡Jerónimooooooooooooooooo!!!!– ¡Pataplaf! –Ay ay ay...

Sólo le quedaba una cosa por probar. Y era relacionarse con los de su especie, como las perdices.

jueves, 25 de junio de 2015

Cesâââreo

Aquella noche Cesâreo nO pudO dOrmir. 
Recordó que, años atrás, una niña había nacido de urgencia en aquel mismo corral, donde ahora guardaba a su perdiz. 
Él ya se había dado cuenta de que a su vecina –la madre de Marta– le había crecido la panza más de la cuenta. Primero pensó que sería consecuencia de un atracón de chocolate o de una churrascada. Pero en cuanto oyó los primeros llantos de Martita hace hoy 1+1+1+1+1+1+1 años y 4 días, supo que lo que aquella mujer había llevado en el interior de su barriga durante nueve meses y una media mañana, no había sido cosa de empacho. 
Por lo tanto y como niña-gallina que era, Marta tenía que ser a la fuerza, una experta en perdices :). 
 
Al día siguiente, mientras Cesâreo buscaba soluciones bajo las piedras, en las cortezas de los árboles y en los nidos de gorrión –que son los que mejor ocultan los secretos más profundos de la naturaleza– Marta se divertía a su manera.

-–¡ESE POLLO SE ABURRE PORQUE ESTÁ MUY SOLO!– le gritó subida a un manzano.
-–Muy SOLooo, OLooo, Oloo...– repitió el eco.

¡Imposible!– creía Cesáreo –¡Con lo que le hablo! ¡No puede ser!– Aunque enseguida recapacitó –¡Ah claro! ¡Se aburre cuando me marcho! 
 
De ahí que se le ocurriese la idea de acercarse a la más grande de las ferias jamás celebrada, donde se venden canastos y cerdos, corchos y manzanas, potros y hasta piedras de afilar.

Baratooooo, baratoooooooo!– anunciaban los vendedores. –Precios increíbles en artículos de primeraaaaaaaaaaaaaaaa! Compren o intercambien amigooooooss! 
 
Cesáreo sentía que su cabeza iba a explotar como un petardo en medio de tanto alboroto, pero se dirigió al puesto de oportunidades únicas, donde cambió la suela vieja de un zapato por un espejo partido en 7 trozos. 
De vuelta al gallinero, amarró cada pedazo a la alambrada, ayudándose con el medio ovillo de lana roja que le había sobrado de tejer unos calcetines.

Su plan era el siguiente: en cuanto la perdiz se viese reflejada en el espejo estallado, creería ver a siete perdices más, o lo que es lo mismo, pensaría que tenía el corral, lleno de amigos. Y asunto liquidado, el de la soledad.

Pardillo.

miércoles, 24 de junio de 2015

Cesââreo

Para que nadie se le acercase a menos de un metro con 8 centímetros –que era lo que medía su sombra– se dejó crecer un enorme bigote (^) a dos colores. Presumidísimo, se levantaba bien temprano para enjabonarlo y crear en él monstruosas formas.
Una de sus mitades era blanco tiza (menos cuando se comía un plato de macarrones con tomate, claro). La otra, era negra como un cielo cuando es de noche, salvo cuando amasaba pan, porque entonces acababa embadurnado en harina de trigo. ¡Desastre de Cesâreo!
Y es que, aunque parecía un hombre hecho y derecho, la radiografía que le hicieron el año en que se dio un cabezazo contra la rodilla cuando se agachó para atarse los cordones, puso en evidencia, o lo que es lo mismo, demostró sin lugar a dudas, que dentro de aquella cabeza dura no había más que una sola preocupación:

Cesâreo dedicaba la mitad de las horas, casi todos los minutos y una buena parte de sus segundos, a cuidar de una perdiz que le había dejado su padre. 

     Ello nos indica que seguía siendo un poco niño, porque entre las preocupaciones de los hombres adultos suelen encontrarse temas importantísimos como la política, la economía, los coches o el fútbol. Las perdices no. 
        Pero el bigotudo Cesâreo era distinto a los demás. 
          
 Se metía en el gallinero días enteros, junto a su perdiz. Le daba de comer en la mano. La abanicaba. La inflaba a golosinas y gaseosa y le cantaba a voz en grito los grandes éxitos del verano :)). 
 
De hecho, fue de esta manera, tan musical, como Martita, su pequeña vecinita, se dio por enterada de que aquel hombre rabioso, sabía hablar como los demás. 
 
¡ESE POLLO ESTÁ TRISTE!– le chilló un día para cabrearlo.
¡No es un pollo, atolondrada, que es una perdiz!– respondió él furioso.

Sin asustarse, Martita se quedó allí plantada y remarcó, en plan marisabidilla:
¡Ese cuervo tiene penita!– Y se largó a jugar con su pandilla. 
 
Las reacciones de Cesâreo fueron varias:
1ª. (...Grr...) Cabrearse:
Diablo de chiquilla, si nadie le preguntó ¡que se meta en sus cosas!
2ª. (...Ummm...) Pararse a pensar durante más de un minuto:
...Pena, pena... qué sabrá ésta de penas. Bueno... algo triste parece que está... Le echaré un poco de grano en el comedero por si es hambre...
3ª. Darle la razón por lo bajo a aquella piojosa niña:
Pues no, no es hambre. Y sed tampoco. ¡Pues sí que sabe de animales!
4ª. Negarse a sí mismo que le daba la razón:
¡Qué no hombre! ¡Pájaros con pena! ¡No, no y mil cien veces no!  
Y 5ª. Preguntárselo directamente al cuervo. ¡PERDÓN! Al pollo. ¡PERDÓN! Quería decir a la perdiz:
¿Verdad que no, bonita? ¿Verdad que de penas, nada de nada? ¿Qué te ocurre entonces mi pequeñina?
Y ¿qué creéis que le contestó aquel ave de dos patas? Pues nada, claro. 

Pero lo miró con ojos tristes :(((((((((.

martes, 23 de junio de 2015

Cesâreo



A Silvia Carballo Rodríguez, 
que empieza a ver el lado bueno de las cosas. 
Y a mostrar el suyo.

Al niño que llevamos dentro.                                                  A James Mathew Barrie.


Cesâreo era un hombre canijo que no se hablaba con nadie. 
 

A los que podáis pensar que era mudo, os diré que mal hecho, porque una cosa es no poder hablar y otra no querer, como en su caso. Así que para empezar remarcaré que un hombre no es más que un niño que al cabo de unos años crece y que, sólo a veces, se transforma en un cascarrabias insoportable. 
Estudiosos muy importantes de este país, tras meses de encierro en sus humeantes laboratorios, han relacionado este hecho con la posibilidad de que las aguas con las que sus madres prepararon los primeros biberones estuviesen contaminadas, así como con la cantidad de besos que sus abuelos les hubiesen dado durante los primeros diez años de niñez.
Afirman las malas lenguas –afiladas como cuchillos y de un intenso color violeta– que Cesâreo era como era porque nunca conoció a sus abuelos, quienes seguramente habrían emigrado a un país muy lejano.

Los emigrantes son personas como las demás. 
Los hay ALTOS como una entrenadora de baloncesto, bajos como un niño pequeño (aunque no tanto), gordos como una oveja, flacos como el tallo de una flor, rubios como el pelo de una espiga de maíz o morenos como el ojo negro de un oso panda. 
Los llamamos así porque de repente, un día, deciden llenar una maleta de ropa y marcharse del lugar donde hasta ese momento habían vivido. Normalmente van en busca de trabajo a una gigantesca fábrica llena de máquinas complicadísimas, para abarrotar de dinero la misma maleta en la que metieron su ropa antes de irse. Así, en el mismo momento en que ya no quepa ni un billete más, sabrán que ha llegado el momento de regresar y construir una casona con doce puertas y dieciocho ventanas, tres alturas y muchas habitaciones que limpiar.

Los abuelos de Cesâreo se marcharon a Argentina, un país en el que se habla español, se baila tango, se bebe hierba mate y se silba por la calle.
Desde allí enviaron a su único nieto cientos de cartas abarrotadas de besos. Pero, como la distancia era un océano enteeeeeeeeeeeeeeeeeero, aquellos besos se morían de aburrimiento :(. Por eso hacían estallar la solapa del sobre y subían a darse un paseo por la cubierta del barco, donde montones de mejillas de niños que correteaban de proa a popa y de babor a estribor, se los quedaban. 
Ese fue el motivo por el que al pobre Cesâreo nunca le llegó ninguno. 
 
Aún así pudo haberse librado de su amargura, pero, durante una noche oscura, a su madre se le colaron unas arenillas en la jarra del agua con la que, al día siguiente, le preparó su segundo biberón. Y ya os digo que el maleficio de las aguas contaminadas, es casi imposible de deshacer.
Por eso aquel bebé, que había nacido totalmente sano y risueño, acabó convirtiéndose en un ogro gruñón. 

lunes, 22 de junio de 2015

Ne-Cesâreo

Tengo una amiga que tiene un padre con bigote, gallinero y perdiz (R.I.P).
:))))))))))))))))))))))))))))

Una tormentosa mañana en la que ambas intentábamos avanzar (seguimos en ello, seguimos en ello) por una calle peatonal, empezó a refunfuñar. 
La escuché.
No porque fuese una amiga, sino porque Me gusta que la gente idolatrable y con vocecita, se cabree. Tienen sus razones. Malos días, meses, años, décadas, vidas. A todos nos pasa. A mí, desde luego. A la perdiz de su padre, también :((.

Sobre la tristeza en general y de esa perdiz en particular, hablé en un cuento que se titula Cesâreo, como el nombre del hombre que fue su dueño -no de la tristeza, que es Patrimonio de la Humanidad-, sino de ese pajarracucho en cuestión. De como ese señor, que parece un hombre duro, un hombre cualquiera, un hombre más, demostró no serlo. De como la observó. De cómo se preocupó por un simple animalucho de corral sin nombre. De cómo lo intentó. Dar con la solución, buscar un remedio anti-tristeza. 
Colocar un espejo en el gallinero, para hacerle creer que no está sola. Menuda idea, dijo su hija. Bueno, algo es algo, le dije yo.

No tengo ni que deciros que me encantó. Porque es algo bonito, tierno, sencillo. Una ocurrencia, pues como de niño. Graciosa. De las que te hacen :))))).

No le dediqué mucho tiempo al cuento, la verdad, porque no lo tenía. 
Pero lo escribí. 
Estaba leyendo Peter Pan y me gustaron pequeños detalles del estilo de James Mathew Barrie, como cuando habla de un crío, que buscando un penique a la orilla de un estanque, encontró tres. O algo así. 
Parece ser que este Barrie, era un buen tipo :).

Luego lo envié al Concurso de Cuentos de Temática Infantil de la Asociación Unión Cultural Zona Sur de Valladolid, simplemente porque encajaba en cuanto a extensión y estas cosas. Sin mayores pretensiones. 
Le dieron un tercer premio :).
Sé que debería haberle dado alguna vuelta más antes de enviarlo. Falla el pre-final, fallan algunas cosas. Y para que algo sea redondo, completo, bueno, para que le den el diez, el primer premio, es necesario dedicarle tiempo dentro del tiempo que no tenemos. Tiempo del bueno, tiempo desde dentro. Pero yo no lo tenía. Y mi objetivo no era ganar. Era escribir, dentro de lo negativo del momento, un cuento para niños, un cuento con un buen final.
Lo hice.
Luego me miré al espejo, como la perdiz. Y no se rompió, aunque no era feliz, porque el reflejo no era una mentira. Era yo, que seguía allí, conmigo, con quien nunca me he llevado del todo mal. 

Puede que la vida no sea un cuento para niños, puede que porque desde luego ponemos todo nuestro empeño en que no lo sea. Pues refunfuñemos lo que queramos pero empeñémonos en lo contrario mientras podamos pasar las páginas, porque del final, es que no nos vamos a librar. 

Nada es tan difícil. Nada es imposible. Se trata simplemente de querer querer. No es mucho más que eso. Así que intentémoslo antes de que nos impriman un FIN y nos encuadernen :). 

Mucha suerte a todos.




sábado, 20 de junio de 2015

fracasamosSSSSS

Antes de morir, mi madre me enseñó a tejer patucos y desde entonces, no puedo parar. Los hago de todos los colores y los vendo. Con lo que gano, pago las entradas del teatro. A veces me río tanto que los actores me miran y me guiñan un ojo, agradecidos. En casa tenemos una hilera entera de butacas. Las recogimos cuando reformaron el Principal. Son tan cómodas, que parece que has pagado por ver la teletienda. Es algo mágico. Sombras que se proyectan sobre la pared. El sonido, apenas audible, porque mientras, la bestia duerme.
Hay un oso de porcelana encima de la tele. Le falta un brazo. Habrá recibido algún golpe. Con el otro acaricia su tarro de miel. No hay objeto más singular que una cuchara tallada en forma de avispero. Si fuera negra, llevaría una colgada en cada oreja, destacando sobre mi piel. Empiezo a notar un sarpullido. Es interno. No hay motivo para rascar. Si me picase la espalda, me frotaría contra el marco de una puerta. Pero tengo un plan mejor. Enciendo un cigarro y veo series rosas. Me llegan mensajes. Tenemos que quedar. Necesito hablar. Qué horas. Cuando nos tomamos algo me cuentan su vida minuto a minuto. Yo estoy a otra cosa. Como no hablo, me dicen que sé escuchar. Que comprendo a todos. Que no juzgo. Pero es que me aburro. Y pienso que si las aguas fecales van a dar a los ríos, que absurdo lo del reciclaje de papel, plástico y vidrio. Mientras, siguen. Dale que dale. Y a mí sus tonterías me interesan un cojón de pato. Pido un café solo y sin azúcar. No quiero dormirme en su cara. De repente se levantan y se van, dicen que les está pasando el bus, o que los está llamando un ligue. Me sueno en una servilleta y cojo el periódico. Escupe sangre desde la primera página.
Si alguien se pega un tiro y eres muy pequeña, puedes confundir el líquido rojo con pintura de paredes. Crees que los Reyes Magos no son concejales y te pones histérica cuando alguien te cuenta el cuento de la buena pipa. Puede ocurrir que luego crezcas. Y que acabes haciendo de Papá Noel en cualquier centro comercial. Contándole a un niño absurdas historietas. Ésta es real como las burbujas de una gaseosa. El abuelo ha llegado a casa. De madrugada. Sin permiso del hospital. Ha sacado su escopeta de debajo de la cama. Los cartuchos de colorines, del cajón de la mesilla. Ha entrado en mi habitación y ha confundido los dos bultos con una trinchera enemiga. Ha gritado ¡fuego a discreción! y el tiro ha rebotado en el ángulo de la pared. Papá se ha incorporado de un salto, desnudo y fláccido, a tiempo de quitarle el arma de las manos.
Hablo en tono tranquilizador y acompaño al desorientado sonámbulo a su catre. Estás sangrando, me dice. Gracias, abuelo. No te preocupesLo tumbo y cierra los ojos.
Oigo una respiración agitada. Susurran mi nombre. Gatean por el pasillo. Me piden que avise a una ambulancia. Parece un infarto. Necesita una Aspirina, pero ayer me tomé la última. 
Vaya. 
El teléfono brilla al fondo del salón. Desconecto la clavija y escucho sus lloriqueos. Morirá mientras me desmayo. No llego a perder el conocimiento y sólo cuando despierto, comprendo que ha sido un maravilloso sueño.
Mi sacudida lo desvela. De nuevo excitado. Y furioso. 
Espero a que acabe para hacerme la dormida, aunque el dolor es irresistible. En unos minutos se ducha y silba canciones del Lejano Oeste. Se marcha a trabajar mostrando cierta piedad. Desayunará en el bar, así que salgo de la cama. Sigo sangrando y gateo, porque ha sido violento como un parto. Tarareo una preciosa nana, porque eso es la inocencia, un bebé entre las manos. Vomito y dejo que el desagüe se lo lleve. Pierdo las fuerzas abrazada al váter, que está frío como un depósito de cadáveres. Me acuclillo rota sobre el bidé. Pongo una toalla y el relleno de una almohada.
Paciencia.
El contagio llegará. Y construiré una vida nueva sobre sus cenizas.
Me coloco un par de compresas y empujo un lingotazo de ginebra, que ayuda con el escozor. La inocencia no es una copa de menos. Vino y cerveza sólo provocan estados de ánimo. En mi caso, somnolencia. Pero me despabilaré. Saldré de casa. Buscaré nuevos clientes. Iré al mercado. Haré la comida. Veré una obra de teatro. Leeré un buen libro. Pasearé por el parque. Liaré un pitillo. Visitaré al abuelo. Volveré para la cena y estaré abierta a lo que él disponga.
Porque no podrá cambiarme.
La inocencia está en mi mente y nada puede pervertirla. Ni las letras de Pink Floyd, ni la poesía de Bukowski. Tampoco este líquido bermellón, que da forma a un coagulado charco.
Son ellos y no yo, los que han fracasado.
Porque ya no es sangre para mí, esto que veo. Nunca lo fue. Hoy lo sé. Es la pintura fresca de una pared sobre la que colgar, muy pronto, mi reloj nuevo de cocina.


viernes, 19 de junio de 2015

facasamosSSSS

Si cruzas el charco te vacunan contra la fiebre amarilla. Primero pagas. Pero te vas con tu preciosa cartilla bajo el brazo. Y no hay aduana que se resista. Luego ves llanto y miseria. Personas que las pasan canutas y piensas en tus zapatillas nuevas. En las docenas caducadas que tiraste por miedo al colesterol. En tu anillo de plata, ofendiéndolos con su brillo. Piensas, qué bueno lo mío. Conservar labios mayores y menores. Un buen clítoris en su sitio. Y la posibilidad de, algún día, ser dueña de tu destino.
El mendigo acepta la propuesta. Y ata el caniche al carro. 
Detrás del colegio hay unos matorrales. Hagas lo que hagas nadie lo sabrá. No se ve, más que hacia arriba. Además de las nubes, ondean varias banderas. Pienso en el jardinero. Demostró un gran vigor cortando setos. No. Excesivamente saludable. Mejor este, que no puede con el culo. Aún así, ha sido rápido. Como a ellos le gusta.
Una bandera es un trozo de tela que se agita con el viento. 
El pelo también, aunque no seas una estrella musical que graba un video-clip. A puro golpe de secador. Cuando lo conecto con la tele, el lavavajillas y el horno, salta el automático. Lo he descubierto por accidente. Pero será mi nuevo modo de provocar su ira. Es tan fácil que a veces no puedo ni creerlo. Aunque mi método favorito es abrir ventanas cuando duerme. Despertarlo a golpe de corrientes de aire. Lo mejor. Y muy seguro. Tiene que irse a trabajar. No hay tiempo para más. Si llega tarde, a la puta calle. Le preparo el desayuno y puerta. Yo soy aquel negrito, del África tropical. Feliz con mis ocho horas de espera por delante. Porque cuando vuelva, será él quien tenga todo el tiempo del mundo.
El reloj de la cocina sigue parado. Es un búho tallado en madera. Hace años la alcayata cedió y el bicho se estampó contra el suelo. Menos mal. Mi cuerpo no habría resistido. Fue el primer contacto. Así, a lo bestia. Sobre la mesa. Al golpear la pared, algún azulejo se resintió. O cedió. Y mi pajarraco salvador se tiró en plancha. Bam! Desde aquel día urdo mi plan. Tiré aquel hule y lo cambié por uno acolchado. Colgué el reloj de nuevo, pero las agujas no han vuelto a moverse. Interpreto que los minutos corren a mi favor, aunque yo prefiero caminar y disfrutarlos despacito. Un paseo por el parque. Los columpios. El río. Ir descalza sobre la arena. Darle un mordisco al bocadillo. Dejar que se derrita el chocolate, para embadurnarme los pies con él. Busco la infección por los rincones, pero nadie reutiliza ya sus jeringuillas. Me apago las colillas en las plantas. Sólo es dolor sin consecuencias. Saco alguna foto bonita.
Me curaré.
Si toca ir a Urgencias, disfruto. Cuento mil historias. Ponen cara rara, al principio. Pero lo del sadomaso los convence y lo anotan en el parte. Siempre la misma versión. El libertinaje. Un interrogatorio policial, pero conservar el aplomo nunca falla. Y un padre con cara de señor, tampoco. No han quedado restos que prueben nada. Sólo mi sangre y mi dolor. De tanto en tanto me regalan un ingreso. La panacea. Una cama para mí sola. Pero si se repite, investigarán profundamente el caso. Aprovecho y visito la planta de infecciosos. Pervertidos a porrillo. La consecuencia es el hospital, pero les encanta reincidir. Consigo varios voluntarios y los dejo entrar, uno a uno, al baño. Ducharse en agua fría puede traer cola. Pero una pulmonía prolonga tu estancia. Luego llega el alta, cuando no hay rastro de herida externa. Espero que el mal haya prendido dentro, como hierbajos en el jardín. Algún día tendré uno, rodeando mi casa de planta baja. Crecerá algún trébol de cuatro hojas. Cardos y tulipanes, que son mis plantas favoritas. Hoy las riego y les hablo, pero se secan. Y al final tengo que ir al mercado a por semillas. Un tío toca las palmas en el autobús. Te obliga a mirarlo. Su apariencia es normal, pero es que las apariencias son así. Alguien lo insulta.
El mundo no soporta ni medio gramo de alegría.
Qué raro. Tampoco nadie resiste el drama en los cines. Un buen porcentaje se levanta y se va. Con un par. A la mierda el director y el precio de taquilla. Luego llegan los premios y todo dios habla de extraordinaria carga dramática y no sé que más. El acomodador se encoge de hombros y corre las cortinas. El transistor vocea el comienzo del partido. Benditas cabinas insonorizadas.
Oh-oh.
Me he entretenido mirando la cartelera. La cena sin hacer. Ante mí el drama en todo su esplendor. El ascensor estropeado. Treinta y siete peldaños que jadear. El sudor es ahora una mezcla de esfuerzo y miedo. Entro decidida y cierro la puerta con llave. No quiero escapar. Me giro y mi estómago recibe a su puño. No es nada. Voy directa a la cocina. Saco el cuchillo más afilado del cajón. Eso frena a cualquiera. Me pongo a cortar la patata, una cebolla que me hace llorar y paso a batir los huevos. Vaya. La tortilla se quema un poco por el borde. La ensalada, mal aliñada. Se oye un gooooooool que lo enfurece. Nunca ganan los suyos. Toca tanda de penaltis. Podría poner el lavavajillas, pero prefiero entretenerme con el estropajo. Paso la fregona también. Querría arrodillarme y darle con el cepillo a las juntas, pero el árbitro pita el final. Me pongo el pijama de gatitos y meo antes de ir a dormir. Cuento ranas y las veo dando saltos en la charca. Entra sin encender la luz. Croac, croac. Da un portazo.

jueves, 18 de junio de 2015

fracasamosSSS

Cruzas la calle y ya está. Paz de confesionario.
Lo peor son ellos. Asesinos a sueldo. A ninguno le entusiasma el trabajo. Pero hay que comer, se justifica el sicario. Pegan gigantescos carteles de SE RUEGA SILENCIO POR FAVOR y se pasan el día contando chistes verdes mientras se desternillan de risa. 
Literatura, alimento para gatos. 
Ya no me dirijo a ellos. Lo imprescindible, en todo caso. Ni siquiera son buenos vendedores. Bibliotecarios. Piezas mecanizadas en una fábrica de piensos. Meto mi queja en el buzón de sugerencias y voy a Correos.
El servicio también funciona mal. Sacas ticket carnicero y esperas una hora. Llenarte de varices por un sello, esto es la administración, tipografiada con una mayúscula que no pienso malgastar. A cambio, cara de perro cuando te acercas al mostrador. El fin de cualquier opositor: la ausencia de actividad. No llegarle ni a la ‘a’ de agotamiento extremo. El café a media mañana. Y los recados. Pedir cita en la peluquería. O peinarse, si hay poca gente. No podría soportarlo. Volver al puesto y bajar aún más el ritmo. La fila sale por la puerta y da un rodeo a la farola. Me muerdo las uñas. Modo play acelerado. Si no está usted conforme, ponga una reclamación. Nunca pulsar el pause. Se han terminado las hojas. Diríjase a otra oficina. Hasta darse de bruces con el stop.
La máquina de sellos lleva meses sin dar cambio. El mensaje parpadea, como la luz de un semáforo intermitente. La última vez que me salté uno, me pillaron. Qué suerte. Después de empotrarme contra un muro. Nadie preguntó si lo hice adrede. Había comprado un par de cartones de vino para entonar la voz y cantar algunas de Adriana Calcanhoto. Parabarabarabarapapa parabarabarabá. De pronto, pam. Fogonazo a mitad de canción. Me cosieron la frente así, a pelo. Y dolió. Pero luego me tocó papá. Mucho peor. Tabaco y alcohol. Un doble vicio a corregir. Maldita sea.
El lugar más indicado para beber es tu propia casa. Los vecinos controlan cuando entras en un bar. Baja las persianas. También las del baño, si vas a llorar. Y tápate la cara con una toalla, si tienes compañía. La resonancia del alicatado puede ser muy traicionera. Pero favorece, si ensayas ópera. Cuando compré la radio me dieron un vale para bragas. Tres por una o algo así. Cien por cien algodón. Supersanas. Las madres las usan para limpiar los cristales. Yo soy más de mercadillo. Rasos y puntillas que te destrozan las ingles. Gomas de tirachinas entre las piernas. Y aún así se acerca. Le atraen los colores chillones, como al mosquito. No hay freno a mi calvario.
Las iglesias son lugares vacíos de sonido de nueve a once y de doce a tres. Entro y me arrodillo en los reclinatorios de terciopelo. Pienso en libros, política, viajes alrededor del mundo y personajes malditos que arden en el mismísimo infierno. Comienza la misa. Bancos repletos de mujeres alzando la vista a un crucificado muy deseable. Todos quieren ser él. Lo veo en la cara del sacerdote. Y todas quieren tocarlo. Cepillar su sedosa melena. Curar sus heridas abiertas. Lavar su paño de pureza. Hacerlo hombre, de nuevo. Salgo sin rastro de descaro y me tumbo en las escaleras, a la luz del sol. Pienso en aislarme en un cuarto vacío, a escuchar a los vecinos discutir sobre derramas, sobre otros vecinos. Opinando acerca de mí.
Qué raro es todo.
Los armarios llenos del vicio de acumular. Alguna mota de polvo que se cuela. Sábanas descatalogadas. Bordados cursis en las toallas. Alcanfor. Millones de perchas carentes de sentido. El tic tac de la vida. Sobrado de vinilos que no se escuchan. De lanas inertes que nadie pretende calcetar. La postvanguardia es una cartera llena de tarjetas y vales de supermercado. Códigos de barras que se borran con el roce. Si gastas sesenta, te regalan treinta huevos. O un paquete de galletas. Te lo acerca todo a casa un chico muy mono. Pero prohibido salir a la calle con el carro. 
El tío que pide por el barrio lleva el suyo lleno de basura. Un caniche duerme en lo alto de su loma de mierda. A veces salta histérico desde su trono y me da un mordisco, pero nunca me contagia. Me han puesto el recuerdo del tétanos hace un par de años. Quién sabe si el dueño. La rabia es lo mínimo que te puede pegar.
Voy a por él. 

miércoles, 17 de junio de 2015

fracasamosSS

Toda la sabiduría del mundo no impedirá que se derrame el té sobre tu blusa blanca, pero ayuda a lucir la mancha con indiferencia, a sabiendas de que lo que reviste, sigue latiendo. Leo a Galeano a Pavese a Pessoa a Dostoyevski y lo mezclo todo con Corín Tellado, para darle conversación a mis clientes. A mi padre no le gustan los libros, pero es que él no sabe a qué me dedico. Cree que hago voluntariado en el zoo. Si así fuera, le sacaría el veneno a una serpiente y se lo daría a beber, pero las protegen demasiado. Les dan ratones vivos. Pequeñines, blanquitos.
Qué cosa, lo del instinto.
Nosotros sin embargo, necesitamos adornar el plato con ramitas de perejil. Siempre el ornamento del engaño: la leche viene del cartón, las patatas del supermercado, el postre de hoy, de un sobre hecho con papel de plata. Una brújula es una viéjula montada sobre una escóbula. Lo real, sin embargo, sigue circulando afuera, y va que estalla con cientos de miles de vajillas por romper. Con más de cuatro almas a recomponer. Y el trabajo de millones de personas, mezcladores, guionistas, cámaras, letristas o actores, esparcido por el pavimento de todas las ciudades, a merced de cualquier tacón lleno de grava. De las prisas cuando el coche patrulla inicia su ronda y nadie tiene los papeles en regla. Fardos de iniciales que ahora también se venden, porque son más cómodas de transportar, porque no tienen esquinas que te destrocen los riñones.
Está claro que los donantes deberían morir antes. Y suelen hacerlo. También las buenas personas (a secas). Ambos factores son compatibles con el más allá, que los aguarda con ansia. Como la pitón al roedor tierno e inocente.
El que hoy demanda mis servicios no ha muerto. Es egoísta. Y receptor de un hígado. O de parte, porque se regenera. Como le sucede a él con mis visitas. Pero estoy indignada, yo buscaba una hepatitis. Me resigno curando mis indigestiones con salchichón y queso fresco. Qué delicia de bolitas de pimienta. Tan amarillas, cuando lo cortas en lonchas. Mi consuelo en tardes lúgubres como ésta. Se han fundido a un tiempo todas las bombillas de bajo consumo y nada alumbra menos que una varita de incienso. Quemo varias al día, para que no huela. Ventilo antes, aunque eso no evita nada. En cuanto mete la llave en la cerradura, me rindo a la evidencia. Sé que probará mi boca. Y el castigo será su cuerpo.
Viene del hospital, es un buen hijo. Yo pasaría allí la noche, pero se niega. Dormirá un par de horas y luego me mantendrá ocupada. Es su estilo. Su método para obligarme a dejar el cigarro. Empecé con la pipa. Se parece mucho a la de Magritte (a la que no lo es). Ahora me he vuelto más daliniana. Y fumo picadillo, porque soy pobre. Camino hacia Miró, aunque al mirarme al espejo veo al perro hundido de Goya. Un poco más de maquillaje y pista.
Detesto las conversaciones de mujeres. Las confidencias me aburren. Por eso nunca cuento nada a nadie. Lo escribo, en todo caso. Nadie lee una novela, pero todo el que puede husmea en tu diario. De cualquier manera, ni una palabra saldrá de mi boca. Seré como aquella parienta muda que me adoraba. Habría dado lo que fuera por ser mi tía. Y yo por saber en qué piensa alguien que no habla ni oye. La tele encendida doce horas. Sin opción a intervenir. Qué descanso. Contemplar a los vivos tirada en un sofá, aunque te pierdas algún buen programa de radio. Hoy analizan la obra de Silvia. Ha dedicado su tiempo a James Mathew Barrie. Y a la figura de Peter Pan quien, por lo visto, sigue negándose a crecer. Mi parienta me recuerda a Nana, la perra cuidadora de niños. Intenta protegernos. Pero al final, escapamos volando. O arrastrándonos. Esto no es un cuento, pero por si acaso leo a Barrie. Y también a Silvia, que te atrapa con su voz. Busco soluciones en sus páginas. Me sorprende el locutor, tratándola de usted. La cortesía es fundamental. Así me lo inculcaron. Parece que a él también. Pero la chica es joven. Y yo, aunque me ninguneen.
De todas maneras, rechazo el tuteo. Implica confianza. Ja. Prefiero aferrarme a esa disciplina, a la respetable lejanía que exige el empleo diario de ese pronombre personal tan distante. Al fin y al cabo es mi padre. Un cliente más. Y sus visitas a mi cuarto serán siempre menos que las mías a la biblioteca.


martes, 16 de junio de 2015

fracasamosS

A mi padre.
A todos los hombres que han sabido serlo.

A Charles Bukowski.



También hoy, también este hoy, que esta mañana parecía invencible y eterno, lo hemos perforado a través de todos sus minutos; ahora yace concluido e inmediatamente olvidado, ya no es un día,
no ha dejado rastro en la memoria de nadie.
PRIMO LEVÍ. Si esto es un hombre.

Después de vomitar las cuatro rodajas de chorizo que se me encallaron en el estómago durante la noche, me he acuclillado sobre el bidé. La toalla se empapó hace rato, así que la sustituyo por una almohada, cuyo relleno absorbe lo mismo que cien compresas.
Paciencia.
Es la solución que he planteado a la cara de mi padre, a su silueta acercándose, olfateándome, metiéndome la lengua hasta la campanilla para satisfacer positivamente sus sospechas de que todavía quedan restos de nicotina en mis papilas. Parece ilógico no odiarle, no desear su muerte con todas mis fuerzas, pero es que soy conformista y con mentirle a diario, me basta y me sobra.
Veo las noticias.
Todas esas personas torturadas hasta en regiones que no aparecen en el mapa y no puedo sentir pena de mí misma. Soy una mujer afortunada, que respira, come y caga en pulida marca Roca sin mayor desparrame de sangre. Una hostia de vez en cuando. Normalmente ni eso. Más bien se trata de alguna caricia indeseada, de ceder ante una incómoda proximidad, de algún polvo rápido y vacío, incluso cuando llego al orgasmo. Y ya está. El sol vuelve a brillar. Tres meses de verano que no fallan. Abres el grifo y tienes agua corriente, te puedes dar maravillosos baños de espuma y cenar copiosamente antes de ir a dormir. Vale, pasar la aspiradora, planchar, cambiarle la rueda a la moto, pagar algún que otro café, impuestos, pesticidas, roturas de uñas, algún kilo de más. Bendito sea este desgraciado nivel de vida en el que te tiras un pedo y huele a mortadela.
Charlo con el hijo del charcutero. Esquizófrénico, paranoico, psicótico. Le he preguntado por el perro y no contesta. Lo ha matado y se estará arrepintiendo, porque nadie le hará jamás tanta compañía. No se puede querer de esa manera siendo humano y lo sabe. Pero ya es tarde, aunque la pena se diluirá violentamente en su próximo brote. La última vez, veía dragones. Todos queremos verlos, pero ninguno aguantaría las catorce pastillas de su tratamiento. Porque al final hay que tratarse. O dejarse abrasar por el fuego de su aliento. 
El mío huele hoy a pollo con champiñones.
Me gusta cocinar. Echarle cebolla y azafrán, amasar y sobre todo, clavarle el tenedor al borde de la empanadilla, hacerle la muesca para que ningún ingrediente se desparrame en el aceite. Muy caliente, para lograr una buena fritura. Cualquier recetario de cocina lo indica. No hace falta ni que lo compres. Ahora se consiguen en casi todas partes. Los regalan con el detergente. En cualquier asociación de vecinos lo tienen. O lo piden. Sólo has de cubrir el papel de la desiderata y listo. En cuanto llegue, te dan una llamadita a casa.
Cómo me gustan los servicios a la carta. A cambio de nada. 
Yo me ofrezco así. Lo hago gratis, porque aún soy joven para comprarme la colección de dedales de porcelana. Heredé los cromos de mi primo y con el trueque me conformo. Da igual si el álbum continúa incompleto. Si pudiera sacar sus restos de entre los raíles, me diría que se enorgullece de mi esfuerzo. Estoy segura. E inmediatamente después, me enseñaría a jugar a las chapas.
Los juegos de niños son buenos cuando te llenas de barro hasta las cejas. O te las partes al lanzarte por un tobogán. Escozor, sangre, agua oxigenada y costra. Un clásico. Son peores cuando interviene un adulto. Sangre también, dolor. Silencio. Nada nuevo para nadie. Sólo tú barres por debajo de la alfombra, donde esa ausencia de ruido no es lo que es, sino el murmullo de un refrigerador en marcha, de un pulmón asmático de gato. Costra que recubre tu caja torácica. Manos que limpian la cara de lágrimas y que abren la tapa de un libro. 

lunes, 15 de junio de 2015

fracasamoS

Poca gente lo sabe, pero las bibliotecas, son lugares cojonudos.
 
Te dan libertad, información. 
Te ayudan a sobrellevar la vida, a los demás, a ti mismo.
A entender una parte del todo, a cambio de nada :).

En una de ellas, conocí a un tipo.
Era peculiar. Realista, grosero. Sucio.
Lo que más le gustaba, según Fernanda Pivano, era rascarse los sobacos, aunque también leía y escribía, pero muchísimas mujeres lo odiaban.
A mí, me cayó bien. 

 Se llamaba Charles Bukowski.

Recurrí a varias biografías, entrevistas, lo leí a él. 
Y me cayó aún mejor.

Me gustó su estilo, me apoyé en su extrema sensibilidad, 
me identifiqué con su exagerada manera de sufrir, 
de no entender de qué va esto, de qué va nada. 
De no saber por qué, ni para qué.

Luego pensé en su relación con las mujeres, en las relaciones 
entre ambos sexos en general, 
en algunas agresivas realidades, en lo trágico de algunos contactos,
en la de sufrimiento que podría ahorrarse un ser humano
con una correcta educación sexual, emocional.
Pensé en que a nadie se lo ponen fácil. 
Ni a ellos, ni a nosotras.

La educación lo es casi todo. Y seguimos fallando en eso.
Seguimos fallando en demasiadas cosas.

Bueno, 
que en 2011 lEscritos de un viejo indecente
cerré el libro y así, sin más, 
escribí un relato. 

Lo titulé fracasamoS.

 Y lo envié a dos certámenes, simultáneamente:
 en castellano, al Luis Adaro de Relato Corto y en gallego, 
al Os Viadutos de Redondela.
 Otra vez (por si colaba :)). 

En el primero pasó la criba y lo seleccionaron como finalista (junto a otros 29). 
A la espera de que determinasen un ganador, 
me llamaron de Redondela. 
El jurado 
(Manuel Bragado, Anaír Rodríguez, Xosé Manuel Moo Pedrosa), 
le había concedido el segundo premio :). 

Estoy absolutamente orgullosa de este relato.

Así que mañana, la primera entrega.