A veces me gusta la realidad y a veces me espanta, aunque casi todo el tiempo es solo eso, un
montón de chicles aplastados sobre una triste acera gris. La realidad te provoca, te cabrea, te supera, te destroza. Es como un tren de alta velocidad sin paradas,
un niño que te llama gorda, fea, tonta. Oscura como una cáscara podrida de melón, como el más íntimo de nuestros deseos, es esa braga manchada de sangre en el cesto de la ropa sucia.
La realidad nos espera y nos hiere. Puede atacar con sutileza o con pasión,
pero siempre se venga de nuestro vano intento por encontrarnos bien. Porque está
hecha de lija, es un estropajo, zumo de limón exprimido sobre unos brillantes ojos verdes. A veces, tú también te pones chulita y le haces la
zancadilla, consigues ser feliz por un instante y te olvidas de la muy puta.
Pero ella siempre vuelve. Despiadada y cruel. Vibrante e inocente, como un
sonajero. La realidad, en realidad, es la muerte. Y está dentro de ti. De nada
sirve evadirse, ignorarla, pasar de su culo. Porque lo impregna todo, con su
hedor insoportable, con su sudor. La realidad, tarde o temprano, podrá con nosotros.
Pero lo que ella desconoce, y que se joda, es que siempre nos quedará el mientras tanto, para hacer con él, lo que nos dé la reputísima gana.