hombres
muertos que caminan_
En
esta etapa uno se siente ajeno a los demás. Se ha salido del mundo.
A
veces, nadie se da cuenta.
Algunos días me
golpean con una especial carga de desasosiego.
Ayer fue uno.
Triste y desesperante.
Desperté con
desgana y un asco de aliento y dejé pasar las horas, mirando sin
ver. Como siempre, no había nadie para hacerse cargo de la
situación. Unos se habían ido a la playa, otros se lo montaban en
el piso de al lado y los demás, daban fuera de cobertura.
La lista de
mensajes, vacía.
Miré para la
estantería, casi desnuda. Sólo cinco autores muertos y apilados.
Dostoievski, Pavese, Vian y Pessoa. También una biografía de
Bukowski y mi última adquisición en el mercado de segunda, un
tratado sobre la tortura.
Menudo panorama.
El armario volcó
sobre mí su estado catastrófico. Elegí un par de trapos de
colorines y me largué de aquel pozo de angustia.
La
calle estaba a tope de gente comprando. Muchos se detenían unos
segundos delante de la pareja de cantantes que tocan a veinte pasos
de la farmacia. Me gustó su versión de Alfonsina
y el mar,
de modo que en cuanto terminaron, me acerqué, los felicité y vacié
en su sombrero el contenido de mi cartera.
El resto del día
lo pasé dando tumbos por la ciudad, a la espera de que sucediese
algo que mejorase mi estado de ánimo, pero no ocurrió, así que
cuando regresé a casa encendí la tele, que a veces distrae.
Nada más
apoltronarme en el sofá, me quedé dormida. Al despertar, un gélido
hilillo de baba mojaba mi mejilla izquierda. Lo limpié con la manga
y miré para el reloj.
Las tres y media.
Emitían un
reportaje sobre la vida de los presos, pero no hice demasiado caso.
La voz del locutor sonaba triste y lejana.
Ellos también.
Me quedé roque
otros diez minutos y cuando volví a abrir los párpados, lo mismo de
antes, pero ahora diferente. La cara de un enorme tipo negro llenaba
por completo la pantalla. El cámara enfocaba sus ojos, que vertían
litros de lágrimas sobre unos labios arqueados en una
inconmensurable sonrisa.
Iba a morir en
unos días.
Criticaba a sus
captores y a la justicia y daba las gracias a todos aquellos que
habían creído en su inocencia, proclamada a gritos en cada recurso
de apelación. Sin resultado. Después de veinte años y cinco
aplazamientos, no le quedaba ni un resquicio de esperanza. Estaba
preparado desde la primera vez, dijo, porque cuando fijan la primera
fecha, la mente se bloquea y no quiere ir más allá.
Ya estás perdido,
ya estás muerto.
Aprovechó los
últimos minutos para disculparse y despedirse de sus compañeros.
Había decidido no hablarles más, aislarse, protegerlos. Ya se
encargarían los guardias de comunicarles lo sucedido en la Casa de
la Muerte. Eran buenos haciendo su trabajo.
Pasaron los días
y fue ejecutado.
Antes de irse a
negro, las cámaras hicieron un recorrido por el corredor de la
muerte, de celda en celda, deteniéndose en las caras de todos y cada
uno de aquellos hombres –los siguientes–, mientras una melodiosa
voz de mujer les anunciaba por altavoz que su compañero, aquel
pedazo afro convertido en un mocoso llorón, acababa de morir.
En cuanto terminó
el reportaje me tumbé en el suelo y así me mantuve parte de la
noche, llorando y mirando para el techo, pensando en ellos.
Era, uno de ellos.
Ahora que los
había escuchado hablar a miles de kilómetros de distancia, que
había visto la fatiga en sus ojos conscientes de su irremediable
destino sentí, que al igual que yo, eran hombres muertos que
caminan. Y que, como ellos, estaba preparada.
Así que fijé la
fecha.