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jueves, 19 de noviembre de 2015

Hombres muertos que caminan (77)


_un viaje en globo
Ausencia: pequeño ensayo de la muerte
que mejora nuestro recuerdo.

Cada desmayo era como un viaje en globo.

La primera vez me caí en la calle.
Con tanta madre alrededor, se armó una gorda, y los niños lloraban al verme convulsionar. Yo, ausente, subía por unas impresionantes escaleras de madera tallada sorteando las finísimas patas de aquellos elefantes, como recién salidos de un cuadro de Dalí. Tuve miedo cuando me encontré al tigre, pero no estaba hambriento. Se me restregó por el cuerpo antes de permitirme continuar. Al llegar arriba, di cuerda al reloj, pero no conseguí hacerlo funcionar. Realmente era extraño. Y blando como una oreja. Carecía de mecanismo y sus números eran una nube de hormigas que me subían por el brazo, haciéndome cosquillas y forzándome a sacudirlas.

En un bar, años después, me abrí la cabeza contra la esquina del billar. Sangraba a borbotones y, al llevar dos minutos inmóvil, pensaron que había muerto. Caminaba descalza sobre la hierba. Hacía mucho calor y me tumbé en pleno bosque para la siesta. El cielo era de un azul intenso y las nubes, gigantescos copos de algodón. Ya dormitaba cuando sentí el movimiento y, al abrir los ojos, me encontré rodeada de serpientes. Quise levantarme, pero se hicieron un nudo y me inmovilizaron las piernas. Mi pelo se convirtió en un nido y las más fuertes se dirigieron hacia la garganta. Me quedé muda, hasta que estalló la tormenta. Sólo entonces desperté. Abrí los ojos, asustada por el ruido del molino del café.

Volaba en avión y había cenado lasaña. Me levanté del asiento para ir al baño y me derrumbé en el pasillo. Estaban en la plaza. Por el suelo habían quedado montañas de vasos de plástico y todas aquellas botellas rotas. Había una ambulancia y varios policías indicaban a la gente cómo desalojar. Al retirarse el último grupo, ví a una pareja de amigos, tirados en el suelo. Ella apoyaba su cuerpo contra el muro y apretaba con las manos el cuello degollado de su novio. Cerré los ojos para deshacerme de aquella imagen y me tapé las orejas para no escuchar que lo habían violado. No escucharlo, no recordarlo. Cuando el aparato dio una pequeña sacudida, me desperté sudando. Miré al pasaje, pero continuaban dormidos.

Respiré aliviada.

sábado, 26 de septiembre de 2015

Hombres muertos que caminan (23)

la educación_
...soy fuerte a la fuerza.

Unos despiertan con el canto del gallo. Otros, con las sirenas de las ambulancias. En mi barrio abríamos los ojos con los bramidos de uno de nuestros vecinos.
Era divertido verlo rebuznar amarrado a las barandillas de hierro del balcón, como si le hubieran soldado las manos. Niños y adultos disfrutábamos por igual de aquella feria matutina.
Mamá no.
Yo no entendía aquel contraste de sentimientos y le pregunté a papá por qué si los demás nos reíamos, ella lloriqueaba.
Él me dijo que aquel chico había nacido con un problema, con algo que no funcionaba correctamente en su cabeza, de ahí su comportamiento. Me dijo que éramos unos privilegiados, que teníamos brazos y piernas, ojos y oídos, veinte dedos, corazón, riñones, todo funcionando con normalidad. Que éramos afortunados por poder desenvolvernos con autonomía, por haber esquivado la fatalidad que en ocasiones se ceba con algunas familias. Me dijo que lo fácil era eso, reírse –y también lo más miserable– y que lo triste era que se burlaran de uno y tener que resignarse. Me dijo, que para aquellos padres, ese hijo era tanto como para él lo éramos nosotros y que estaba en mano de todos ayudarlos a caminar con la cabeza erguida y el pecho inflado de orgullo.
Me crié en un segundo piso en el que se lloraba por todos, en el que estaba bien visto compartir y ayudar a los demás, en el que burlarse de quien compitiese en desventaja era convertirse en minúsculo y cobarde. Mis padres me enseñaron a comportarme, a dolerme del dolor ajeno, a no ofender, ni siquiera con una sonrisa, a quien no se pudiera defender. A respetar. Y a callar.

Yo me fié y desenvolví una conducta basada en aquellos consejos. Nadie me habló de lo demás. Me educaron para ser una buena persona y me lo creí, pero el mundo aguardaba paciente. Y me desgarró con sus zarpazos.