vivir_
Que
la vida va en serio, uno lo empieza a comprender más tarde.
Como
todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante.
La vida es
inmejorable, en el peor de los sentidos. Te lo han dicho, pero no
haces caso hasta que te ves metida en el lío de lleno.
Ahora sé que no
soy la misma y que nadie lo es. Los más pequeños crecimos y los
mayores, envejecieron. Las cosas dejaron de ser fáciles y divertidas
y me encontré en ese absurdo punto al que nunca pensé que llegaría,
cuando rechazaba ser como ellos y soñaba con un mundo mejor, hecho a
medida de todos.
Tal vez el
problema era precisamente ese, que dejé de soñar. Pero de eso se
trata el jodido tránsito a la vida adulta, imagino. Saber que estás
rodeado de nadies y de nuncas, que vas a caminar durante años por el
alambre para finalmente tener que caer sin que la red te ampare.
Así me siento.
Como él, como el hombre del minúsculo cuerpecillo.
En mi habitación,
pegada sobre el espejo, tengo la fotografía de un cuerpo hecho de
yeso a punto de caer al vacío. Es la figura de un ser famélico,
tipo escultura de Giacometti, colgado de una cornisa a la que se
agarra con la mano derecha, inmensa e irreal, que representa sus
ansias de vida y que, al sostenerlo, es su causa. Sus cinco dedos.
Sus cinco razones.
Aún así, cada
vez que la miro sé que es sólo cuestión de tiempo. Que la mano no
resistirá. Que los dedos abandonarán desgastados por la desgana y
que el inerte cuerpo de yeso acabará estrellándose contra el suelo.
Y no hay remedio.
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