domingo, 29 de noviembre de 2015

Hombres muertos que caminan (87)


hombres muertos que caminan_

En esta etapa uno se siente ajeno a los demás. Se ha salido del mundo.
A veces, nadie se da cuenta.

Algunos días me golpean con una especial carga de desasosiego.
Ayer fue uno. Triste y desesperante.
Desperté con desgana y un asco de aliento y dejé pasar las horas, mirando sin ver. Como siempre, no había nadie para hacerse cargo de la situación. Unos se habían ido a la playa, otros se lo montaban en el piso de al lado y los demás, daban fuera de cobertura.
La lista de mensajes, vacía.
Miré para la estantería, casi desnuda. Sólo cinco autores muertos y apilados. Dostoievski, Pavese, Vian y Pessoa. También una biografía de Bukowski y mi última adquisición en el mercado de segunda, un tratado sobre la tortura.
Menudo panorama.
El armario volcó sobre mí su estado catastrófico. Elegí un par de trapos de colorines y me largué de aquel pozo de angustia.
La calle estaba a tope de gente comprando. Muchos se detenían unos segundos delante de la pareja de cantantes que tocan a veinte pasos de la farmacia. Me gustó su versión de Alfonsina y el mar, de modo que en cuanto terminaron, me acerqué, los felicité y vacié en su sombrero el contenido de mi cartera.
El resto del día lo pasé dando tumbos por la ciudad, a la espera de que sucediese algo que mejorase mi estado de ánimo, pero no ocurrió, así que cuando regresé a casa encendí la tele, que a veces distrae.
Nada más apoltronarme en el sofá, me quedé dormida. Al despertar, un gélido hilillo de baba mojaba mi mejilla izquierda. Lo limpié con la manga y miré para el reloj.
Las tres y media.
Emitían un reportaje sobre la vida de los presos, pero no hice demasiado caso. La voz del locutor sonaba triste y lejana.
Ellos también.
Me quedé roque otros diez minutos y cuando volví a abrir los párpados, lo mismo de antes, pero ahora diferente. La cara de un enorme tipo negro llenaba por completo la pantalla. El cámara enfocaba sus ojos, que vertían litros de lágrimas sobre unos labios arqueados en una inconmensurable sonrisa.
Iba a morir en unos días.
Criticaba a sus captores y a la justicia y daba las gracias a todos aquellos que habían creído en su inocencia, proclamada a gritos en cada recurso de apelación. Sin resultado. Después de veinte años y cinco aplazamientos, no le quedaba ni un resquicio de esperanza. Estaba preparado desde la primera vez, dijo, porque cuando fijan la primera fecha, la mente se bloquea y no quiere ir más allá.
Ya estás perdido, ya estás muerto.
Aprovechó los últimos minutos para disculparse y despedirse de sus compañeros. Había decidido no hablarles más, aislarse, protegerlos. Ya se encargarían los guardias de comunicarles lo sucedido en la Casa de la Muerte. Eran buenos haciendo su trabajo.
Pasaron los días y fue ejecutado.
Antes de irse a negro, las cámaras hicieron un recorrido por el corredor de la muerte, de celda en celda, deteniéndose en las caras de todos y cada uno de aquellos hombres –los siguientes–, mientras una melodiosa voz de mujer les anunciaba por altavoz que su compañero, aquel pedazo afro convertido en un mocoso llorón, acababa de morir.

En cuanto terminó el reportaje me tumbé en el suelo y así me mantuve parte de la noche, llorando y mirando para el techo, pensando en ellos.
Era, uno de ellos.
Ahora que los había escuchado hablar a miles de kilómetros de distancia, que había visto la fatiga en sus ojos conscientes de su irremediable destino sentí, que al igual que yo, eran hombres muertos que caminan. Y que, como ellos, estaba preparada.
Así que fijé la fecha.


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