Fotografía: efialtes_fernando gonzález |
Me encantan los perros. El ruidito mimoso de los cachorros cuando los coges en el regazo y los acercas a ti. Las travesuras de los primeros años, cuando mordisquean las zapatillas y zarandean las escobas con furia. Los lametazos. Acariciarles la barriga cuando se tumban boca arriba y te abrazan con las patas. Sus bostezos. Sus eructillos y sus pedos apestosos. La alegría que manifiestan en los recibimientos y la pena que transmiten en las despedidas. Su manera de enterrar los huesos. Su trufa húmeda. La expresividad de sus ojos. Su lealtad. Esa manera incondicional de querer. Los ladridos.
Aborrezco la violencia ejercida sobre ellos, las tormentas que los atemorizan, los petardos que los aterran, a aquellos que organizan peleas, a quienes no los acarician, el moquillo, la rabia y los tumores. Detesto el abandono, la maldad y el tráfico.
Si pudiese reencarnarme, lo haría en perro. En uno como el de la foto, probablemente sin raza, posiblemente con nombre. Sería un Toby o una Laika, y me tumbaría como él al sol, para disfrutar de la tarde y de aquellos que pasan, sacan una cámara e inmortalizan tu mirada perruna, cargada de desconfianza, sorpresa y soledad.