Cuando
desperté, aquella mañana, presentí que algo se había roto entre
nosotros. Con el tiempo, lo supe con toda certeza.
Desperté
y sentí que estaba allí, a mi lado. Tuve intención de girarme
hacia él y rodearle con mis brazos pero me contuve. Deseaba que
fuese él quien me abrazara. Realmente necesitaba que fuese así. Mi
deseo se quedó, al igual que yo, desconcertado. Él se despertó
pasados unos minutos. Decidí no moverme mientras esperaba impaciente
la calidez de sus brazos. Se incorporó. Se sentó en el borde de la
cama. Se puso las zapatillas y, sin ni siquiera mirarme –esas
cosas se notan— salió de la habitación.
Nos
conocíamos desde hacía más de dos años. Su amistad fue muy
importante para mí. Apareció en mi vida en un momento en el que lo
que más necesitaba era compañía y cariño, y él, aun en la
distancia –vivíamos a más de mil kilómetros—me aportaba ambas
cosas.
Desde
el primer momento, adquirimos el hábito de enviarnos un mensaje
telefónico cada noche. Me gustaba recibirlos. Sentía que había
alguien a quien le importaba. Él decía que recibirlos apaciguaba su
soledad. Nos acostumbramos a hablar por teléfono cada semana, al
menos una vez, y, gracias a mi trabajo, podíamos vernos cada tres o
cuatro meses. La empresa donde trabajo tiene varios clientes en su
ciudad a los que debo visitar como mínimo tres veces cada año.
Nuestros
encuentros consistían en salir a cenar, tomar una copa y charlar
hasta altas horas de la madrugada. Disfrutábamos mucho estando
juntos. Nunca, hasta ese día, había habido nada entre nosotros.
Sólo una fantástica amistad. Ambos estábamos enamorados pero él
no era el hombre al que yo amaba ni yo la mujer que amaba él, aunque
ninguno de los dos era correspondido por el ser amado. Tal vez esto
hizo que nos refugiásemos más el uno en el otro. Nos comprendíamos
o creíamos comprendernos mejor.
Llegó
aquel día. Yo tenía que trasladarme por trabajo a su ciudad. Como
era viernes acordamos que en lugar de volver ese mismo día, podría
quedarme hasta el sábado por la tarde. Hacía un par de meses que no
nos veíamos. Nos vendría bien. Podría quedarme en su casa -no
era algo nuevo, en alguna otra ocasión ya había sido así-. Me
recogería sobre las nueve de la noche, cuando yo hubiese terminado.
Como
era habitual en él, fue puntual a nuestra cita. Después de un par
de amistosos besos, nos fuimos a cenar y a tomar una copa. De regreso
a casa caminamos cogidos del brazo, como siempre hacíamos. A él le
encantaba que me colgase de su codo –era bastante más alto que
yo--. A mí me gustaba que le gustase.
Llegamos
a casa. Nos quitamos los abrigos. Era invierno. No teníamos sueño,
así que nos sentamos a charlar, antes de irnos a dormir. De repente,
atendiendo a un impulso desenfrenado, me acerqué a él. Rodeé su
cara con mis manos y le dije que me apetecía besarle. Fue él quien
me besó. Me acarició. Me cogió en brazos y me llevó a su cuarto.
Hicimos el amor. No hablamos. Sólo nos abrazábamos, nos besábamos.
Nos mentimos sobre el sentimiento hacia las personas que amábamos.
No existía, dijimos. Fue una noche llena de ternura, de silencios.
Fue una noche motivada por la falta de abrazos, la falta de cariño,
por la soledad impuesta. Fue una noche destructora de algo hermoso.
A la
mañana siguiente, salió de la habitación sin ni siquiera mirarme.
Desconcertada y sorprendida, recogí mis cosas, me duché y me
preparé para enfrentarme a esta nueva y, para mí, desconocida
situación. Una aparente indiferencia. Él me esperaba en la cocina.
Nos dimos los buenos días. Sin preguntas sobre el porqué de su
comportamiento y frente a una taza de café y una tostada, hablamos
muy por encima de lo sucedido. Reconocimos lo placentero que había
sido todo. Teníamos claro que, como adultos que éramos, esto no
afectaría a nuestra fantástica relación. Yo le creí y me creí a
mi misma. Sabía que, al menos por mi parte, sería así. No
sabíamos, o no queríamos admitir, que ya nada volvería a ser como
hasta entonces.
Durante
la semana siguiente hablamos por teléfono un par de veces. Nunca
volvimos a comentar lo sucedido. Fue como si nada hubiera pasado.
Confirmé mis presentimientos de aquella mañana cuando, sin motivo
aparente, las llamadas telefónicas comenzaron a alejarse en el
tiempo. Los encuentros, algunos provocados por mí, encontraban
excusas para no llevarse a cabo. Los mensajes telefónicos, aquellos
que me hacían sentirme importante, empezaron a espaciarse hasta que
llegó un día en que ya ni siquiera tuvieron respuesta.
Ha
pasado ya más de un año desde aquella mañana. La distancia ha
crecido entre nosotros. Ya no sólo nos separan mil kilómetros, nos
separan unos besos y unos abrazos que tal vez nunca debimos darnos.
Ahora, de vez en cuando, en Navidad, en mi cumpleaños y en alguna
que otra rara ocasión, un mensaje me sorprende preguntándome cómo
estoy y deseándome toda la felicidad del mundo.