Fotografía: efialtes_fernando gonzález |
Hasta las personas más dulces, han robado un caramelo en la tienda de su barrio. La vida no sería entendible sin ese sabor azucarado y esa textura, a veces chiclosa, envuelta en un plástico de colorines y colocada en pequeños montoncitos justo ahí, donde podamos adquirirla. Antes o después, todos caemos en la tentación, quizá y, sobre todo, porque no queremos perder definitivamente los lazos que nos atan a la infancia o, lo que es lo mismo, a la alegría de estar vivos. Y es que un caramelo no pasa de moda, como no debe hacerlo nada de aquello que nos conduce a la felicidad. Un caramelo nos recuerda a nuestros abuelos, nos une a nuestros hijos y paga el sueldo de nuestros dentistas. Sería un objeto de placer perfecto si no se diluyese; la obra maestra de la repostería; el Rolex de las golosinas. En el taller de encuadernación en el que trabajo, ha aparecido una bolsa abierta de caramelos Respiral, con fecha de 2018. Como no soy demasiado escrupulosa y me encantan los años pares, los he ido abriendo, despegando del plástico y saboreando y masticando lo que queda de ellos, que es casi todo. La caducidad no existe, ni debe importar, cuando un encuentro fortuito como este, te alegra el día y, por si fuera poco, mejora tu respiración.