Hubo un tiempo en que nuestro futuro estuvo condenado al fregadero, la cocina, el mocho y el dedal. Eso era la decencia, parece. Saber coser, bordar y callarse. No al voto, no al aborto, no a una cuenta corriente, no a silbar, no a ponerse un pantalón y NO a cien mil millones de cosas más. Por eso, mirar hacia atrás es sentir frío e inferioridad. Temor al que dirán. Vergüenza al opinar. Y miedo a la próxima paliza. Al próximo asesinato. En medio de todo ello, sin embargo, hubo flores que salieron entre las grietas del cemento. Todas esas mujeres que pelearon por dar un paso más en favor de sí mismas, de sus hijas, de sus hermanas, de sus amigas y en favor de la igualdad, merecen que esa lucha no decaiga, que no volvamos a donde la inmensa mayoría no queremos volver. El feminismo es la confrontación contra la injusticia, contra la parte machista y retrógrada que tanto nos cuesta extirpar de nosotros mismos, de toda la sociedad. Es la lucha contra el yo, a favor del yo. Es un avance social y es un logro, como para muchas lo fue quitarse el dedal, para poder así, pasar las páginas de un libro. Algo que hoy nos parece tan normal, ha tardado siglos en conseguirse y puede perderse de un plumazo, si no estamos atentas. Por eso debemos enfrascarnos en conseguir plenos derechos, y que estos se mantengan con el paso de los años, ignorando al cavernícola y de la mano del progreso. Tardaremos años, en algunos países serán siglos (la ablación y el velo siguen ahí), en dejar de celebrar este día porque ya no sea necesario, pero mientras tanto, llenemos las calles de color violeta, el color de este movimiento imparable que nos conduce, durante unas horas, a parar de coser, para poder cantar. Es 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Vayamos de manifa. Es nuestra causa. Y es imparable.