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domingo, 22 de marzo de 2020

Los estados de ánimo. El aprendizaje de la serenidad.

"Todas las heridas que observamos a nuestro alrededor, todas las que los psicoterapeutas recogen en el secreto de sus consultas, están vinculados a la falta de amor, creadas o ampliadas por esa carencia. Falta de dulzura, de comprensión, de gentileza, de bondad. Carencias de ayer que nos hirieron; carencias de hoy, que despiertan a su vez esas heridas. Su curación está ligada a todas las formas y expresiones de la compasión.
Es así de sencillo."

domingo, 29 de noviembre de 2015

Hombres muertos que caminan (87)


hombres muertos que caminan_

En esta etapa uno se siente ajeno a los demás. Se ha salido del mundo.
A veces, nadie se da cuenta.

Algunos días me golpean con una especial carga de desasosiego.
Ayer fue uno. Triste y desesperante.
Desperté con desgana y un asco de aliento y dejé pasar las horas, mirando sin ver. Como siempre, no había nadie para hacerse cargo de la situación. Unos se habían ido a la playa, otros se lo montaban en el piso de al lado y los demás, daban fuera de cobertura.
La lista de mensajes, vacía.
Miré para la estantería, casi desnuda. Sólo cinco autores muertos y apilados. Dostoievski, Pavese, Vian y Pessoa. También una biografía de Bukowski y mi última adquisición en el mercado de segunda, un tratado sobre la tortura.
Menudo panorama.
El armario volcó sobre mí su estado catastrófico. Elegí un par de trapos de colorines y me largué de aquel pozo de angustia.
La calle estaba a tope de gente comprando. Muchos se detenían unos segundos delante de la pareja de cantantes que tocan a veinte pasos de la farmacia. Me gustó su versión de Alfonsina y el mar, de modo que en cuanto terminaron, me acerqué, los felicité y vacié en su sombrero el contenido de mi cartera.
El resto del día lo pasé dando tumbos por la ciudad, a la espera de que sucediese algo que mejorase mi estado de ánimo, pero no ocurrió, así que cuando regresé a casa encendí la tele, que a veces distrae.
Nada más apoltronarme en el sofá, me quedé dormida. Al despertar, un gélido hilillo de baba mojaba mi mejilla izquierda. Lo limpié con la manga y miré para el reloj.
Las tres y media.
Emitían un reportaje sobre la vida de los presos, pero no hice demasiado caso. La voz del locutor sonaba triste y lejana.
Ellos también.
Me quedé roque otros diez minutos y cuando volví a abrir los párpados, lo mismo de antes, pero ahora diferente. La cara de un enorme tipo negro llenaba por completo la pantalla. El cámara enfocaba sus ojos, que vertían litros de lágrimas sobre unos labios arqueados en una inconmensurable sonrisa.
Iba a morir en unos días.
Criticaba a sus captores y a la justicia y daba las gracias a todos aquellos que habían creído en su inocencia, proclamada a gritos en cada recurso de apelación. Sin resultado. Después de veinte años y cinco aplazamientos, no le quedaba ni un resquicio de esperanza. Estaba preparado desde la primera vez, dijo, porque cuando fijan la primera fecha, la mente se bloquea y no quiere ir más allá.
Ya estás perdido, ya estás muerto.
Aprovechó los últimos minutos para disculparse y despedirse de sus compañeros. Había decidido no hablarles más, aislarse, protegerlos. Ya se encargarían los guardias de comunicarles lo sucedido en la Casa de la Muerte. Eran buenos haciendo su trabajo.
Pasaron los días y fue ejecutado.
Antes de irse a negro, las cámaras hicieron un recorrido por el corredor de la muerte, de celda en celda, deteniéndose en las caras de todos y cada uno de aquellos hombres –los siguientes–, mientras una melodiosa voz de mujer les anunciaba por altavoz que su compañero, aquel pedazo afro convertido en un mocoso llorón, acababa de morir.

En cuanto terminó el reportaje me tumbé en el suelo y así me mantuve parte de la noche, llorando y mirando para el techo, pensando en ellos.
Era, uno de ellos.
Ahora que los había escuchado hablar a miles de kilómetros de distancia, que había visto la fatiga en sus ojos conscientes de su irremediable destino sentí, que al igual que yo, eran hombres muertos que caminan. Y que, como ellos, estaba preparada.
Así que fijé la fecha.


martes, 24 de noviembre de 2015

Hombres muertos que caminan (82)


_la alegría
Necesitamos la alegría para evitar que se nos parta el corazón.

Era una optimista.
Ella decía que no. Pero hacía lo contrario. Su acción era a favor del sí, a favor de la alegría.
Algo pasó. Algo que la marcó, que le hacía repetir que era una pesimista, pero no. En todo caso, era la pesimista más optimista que haya conocido. Era una lucecita pálida.
           Creo que la comprendo. Algunas personas, sentimos demasiado. Creo que a ella le pasaba, no sé cómo explicarlo... creo que sentía... los dolores del mundo. Tenía esa facilidad para ponerse en el lugar de los demás, incluso sin querer. No sé, creo que era hipersensible. Y eso es muy bueno cuando te pasan cosas buenas y lo peor, cuando no es así, que es casi siempre. Porque la vida es una continua pérdida, una constante decepción que te va minando y que te sugiere que mejor vayas perdiendo las ganas de vivir.
Pero era una tía alegre. Resistente. Vitalista. De esto no hay duda. Hasta cuando te hablaba de lo peor, hasta cuando te decía que la vida es una casposa mierda, te sacaba una sonrisa. Era una tía potente, con algo dentro, con pena dentro. Una tía interesante y con sentido del humor a la que machacaban con frecuencia porque sabían eso, que se reiría, que sacaría el lado bueno, que aguantaría sin rechistar.
Pero nadie es tan fuerte. 
Deberíamos ser más cuidadosos, en general, con los demás, porque aunque lo parezca, nadie es de acero. Nadie lo resiste todo. Y tampoco creo que sea necesario hacerlo.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Hombres muertos que caminan (81)


la tristeza_
Has olvidado lo que esperas, pero recuerdas la espera.

Dicen que lo normal es tener ganas de vivir.
Pero una mañana cualquiera te levantas y todas las voces que te hicieron daño, retumban en tu cabeza. En un momento percibes que todo es tristeza, que se pegó a tu cuerpo, que no la sientes, sino que la eres. Y dejas de fingir que todo va bien cuando te caen las lágrimas en cascada y sólo piensas en estar sola, lejos de todos, cuando tu único deseo es que nadie te vuelva a destrozar.
Y el tiempo pasa y asimilas tu identidad desierta. Y ya no estás, aunque puedan verte, porque te has quedado fuera de todo esto, de la vida, que fracasó contigo estrepitosamente. Naciste en el lugar equivocado, naciste al otro lado y el barco hace ya tiempo que zarpó dejándote en tierra, en un suelo sobre el que no sabes caminar. Por eso quieres que pase, deshacerte del regalo con el que no pudieron comprarte. Ellos, que sentirán tu falta, que también se considerarán culpables, responsables de este extraño suceso que es vivir dejando discurrir las horas una detrás de otra, sin ningún motivo en especial.
Pero lo estúpido es hacerlo. Pensar en amigos, familia, algún perro callejero que más tarde o más temprano se dejará domesticar. Porque todo pasará. Volverán a hablar de mí, a recordarme, a verme en vídeos, como si nada. Se curarán la pupa y el día seguirá a esa noche en la que deje de resistir, y lo haga.