A
mi padre.
A
todos los hombres que han sabido serlo.
A
Charles Bukowski.
También
hoy, también este hoy, que esta mañana parecía invencible y
eterno, lo hemos perforado a través de todos sus minutos; ahora yace
concluido e inmediatamente olvidado, ya no es un día,
no
ha dejado rastro en la memoria de nadie.
PRIMO
LEVÍ. Si esto es un hombre.
Después
de vomitar las cuatro rodajas de chorizo que se me encallaron en el
estómago durante la noche, me he acuclillado sobre el bidé. La
toalla se empapó hace rato, así que la sustituyo por una almohada,
cuyo relleno absorbe lo mismo que cien compresas.
Paciencia.
Es
la solución que he planteado a la cara de mi padre, a su silueta
acercándose, olfateándome, metiéndome la lengua hasta la
campanilla para satisfacer positivamente sus sospechas de que todavía
quedan restos de nicotina en mis papilas. Parece ilógico no odiarle,
no desear su muerte con todas mis fuerzas, pero es que soy
conformista y con mentirle a diario, me basta y me sobra.
Veo
las noticias.
Todas
esas personas torturadas hasta en regiones que no aparecen en el mapa
y no puedo sentir pena de mí misma. Soy una mujer afortunada, que
respira, come y caga en pulida marca Roca sin mayor desparrame de
sangre. Una hostia de vez en cuando. Normalmente ni eso. Más bien se
trata de alguna caricia indeseada, de ceder ante una incómoda
proximidad, de algún polvo rápido y vacío, incluso cuando llego al
orgasmo. Y ya está. El sol vuelve a brillar. Tres meses de verano
que no fallan. Abres el grifo y tienes agua corriente, te puedes dar
maravillosos baños de espuma y cenar copiosamente antes de ir a
dormir. Vale, pasar la aspiradora, planchar, cambiarle la rueda a la
moto, pagar algún que otro café, impuestos, pesticidas, roturas de
uñas, algún kilo de más. Bendito sea este desgraciado nivel de
vida en el que te tiras un pedo y huele a mortadela.
Charlo
con el hijo del charcutero. Esquizófrénico, paranoico, psicótico.
Le he preguntado por el perro y no contesta. Lo ha matado y se estará
arrepintiendo, porque nadie le hará jamás tanta compañía. No se
puede querer de esa manera siendo humano y lo sabe. Pero ya es tarde,
aunque la pena se diluirá violentamente en su próximo brote. La
última vez, veía dragones. Todos queremos verlos, pero ninguno
aguantaría las catorce pastillas de su tratamiento. Porque al final
hay que tratarse. O dejarse abrasar por el fuego de su aliento.
El
mío huele hoy a pollo con champiñones.
Me
gusta cocinar. Echarle cebolla y azafrán, amasar y sobre todo,
clavarle el tenedor al borde de la empanadilla, hacerle la muesca
para que ningún ingrediente se desparrame en el aceite. Muy
caliente, para lograr una buena fritura. Cualquier recetario de
cocina lo indica. No hace falta ni que lo compres. Ahora se consiguen
en casi todas partes. Los regalan con el detergente. En cualquier
asociación de vecinos lo tienen. O lo piden. Sólo has de cubrir el
papel de la desiderata y listo. En cuanto llegue, te dan una
llamadita a casa.
Cómo
me gustan los servicios a la carta. A cambio de nada.
Yo me ofrezco
así. Lo hago gratis, porque aún soy joven para comprarme la
colección de dedales de porcelana. Heredé los cromos de mi primo y
con el trueque me conformo. Da igual si el álbum continúa
incompleto. Si pudiera sacar sus restos de entre los raíles, me
diría que se enorgullece de mi esfuerzo. Estoy segura. E
inmediatamente después, me enseñaría a jugar a las chapas.
Los
juegos de niños son buenos cuando te llenas de barro hasta las
cejas. O te las partes al lanzarte por un tobogán. Escozor, sangre,
agua oxigenada y costra. Un clásico. Son peores cuando interviene un
adulto. Sangre también, dolor. Silencio. Nada nuevo para nadie. Sólo
tú barres por debajo de la alfombra, donde esa ausencia de ruido no
es lo que es, sino el murmullo de un refrigerador en marcha, de un
pulmón asmático de gato. Costra que recubre tu caja torácica.
Manos que limpian la cara de lágrimas y que abren la tapa de un
libro.
Tiernos dragones, pobres temidos sin razón, un mal estornudo y todos rostizados, con la misma capacidad de enamorar y de destruir pero... Y quien no la tiene? Todos somos un poco dragones, con más mocos que fuego pero poco cambia la cosa, eso sí ellos no se ocultan, son lo que son :) sin modas ni tendencias, solo ellos mismos, de mayor quiero ser un dragón.
ResponderEliminarGracias por leerme, Cel, por tus comentarios.
ResponderEliminarYo ya soy una dragona que no quiere hacerse mayor. Yo quiero ser pequeñita. Diminuta.
Me ha encantado tu comentario, así que un amapuche :). Muchas gracias.