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Foto: Elena Dean @bicodepulga |
Una puede sentirse, algunas veces, minúscula como la tipografía que se guarda en la caja baja de un chibalete. Cuando contempla el horizonte. Cuando le echan una bronca. Cuando mira al cielo de noche y eso está plagado de estrellas. Como el zapatito de un bebé. Cuando la observan desnuda. Cuando se imagina conduciendo un tráiler. Como un guijarro. Cuando hace una ruta de senderismo como la del Cares y todo es montaña escarpada, desfiladero y silencio. Una puede sentirse minúscula en el trabajo, rodeada de buena gente, o cuando llega a casa a encontrarse con nadie. Como un caracol. No es malo sentir ese azote al ego, a veces. Comprender que esto dura lo que dura, que nada tiene mucho sentido, que sería bueno disfrutar. Sentirse minúscula es, a veces, un ejercicio poético. El ejercicio de estar viva y consciente de la realidad en la que vives, de aquello que gira a tu alrededor y es inmenso, inteligente y bello. Sentirse minúscula, a veces, es lo máximo que puedes ser.