No
todo está podrido en mi interior.
ARTURO
PÉREZ-REVERTE
–
– No mujer, aquello se le
pasó. Aquello... y las demás que le hice.
–
– Como ¿cuáles? Pues
como cuando entraba en los bares a abrazarla y a llorarle, sin
importarme tres carajos con quien estuviese. Y toda aquella peña
mirándonos con absoluto desprecio, como si fuésemos un par de
apestados... Un día, hasta la echaron de un bar. Por conocerme y por
hablarme, imagino.
También
le lloriqueaba pidiendo siempre más y más pelas, como si a ella se
le apareciesen debajo de un tiesto. Eso y otras cerdadas, como
chantajearla para que se ganase un dinero extra como puta. Ahí si
que rocé el límite...
Ya
lo sé tía, no me mires así, que es para mazarme a hostias como a
un pulpo. Pero eso sólo se me ocurría en momentos verdaderamente
jodidos, cuando ya no veía ni por el ojo...
–
– ¿Cómo que por qué
lloro? ¿A ti que cojones te parece? Porque tengo sentimientos, coño.
Porque la quiero y sé que ella aún me quiere. Lo sé, tía. Ella no
dejó de querer a esta mierda de persona que soy. Y eso es lo más
grande que me pasó en la puta vida.
– Una tarde me encontró
en unos soportales esperando a un colega. Yo estaba que no cabía en
mí porque el tipo me iba a dejar un piso para que me quedase varias
noches y claro, le solté toda la historia de carrerilla. No era para
menos, porque estaba harto de verle la cara a las estrellas...
Recuerdo perfectamente qué
hizo. Iba con prisa, pero se sentó en el suelo, dejó el bolso –a
mi lado– y se tiró allí media hora, haciéndome coñas. Que a
ver si a estas alturas de la vida te vas a convertir en un puto
burgués...
a ver si
cuando me veas por la calle ya no me vas a saludar
y paranoias de ese tipo que sólo a ella se le ocurría decirme.
Hace muchos años que dejé
de reírme a carcajadas, ¿sabes? pero la sonrisa que se me dibujaba
cada vez que ella me dedicaba su atención de aquella forma, es que
me llenaba por completo la puta cara durante una hora...
–
–
Yo qué sé... El asunto es que en esas andábamos, riendo ella y
sonriendo yo, cuando empezó a joderlo todo con sus consejitos. Que
si debía pirarme de la ciudad, que si conocía a demasiada gente y
así iba a ser imposible salir de esta mierda... Y yo con el falso sí
de siempre en la boca.
Que sí, que sí, que el lunes me voy de aquí, que ya tengo el
billete comprado y todo.
Hasta le pedí el número de teléfono, jurándole y perjurándole
que la llamaría para contárselo en cuanto pusiese un pie en la
estación de buses. Aún está esperando, claro.
Pero valió la pena, porque
fue entonces cuando me lo dijo. Me miró con aquella expresión de
pillina que era única para mí y, conociendo la autocreencia con la
que pretendía teñir mis propias mentiras, me espetó: chaval,
casi me convences. Y mira tú que sólo por el esfuerzo de intentarlo
de esa manera, te acabas de convertir en el hombre de mi vida. Por un
instante.
Me anotó el teléfono en
un papelito verde, me dio un beso en los labios, se levantó de un
salto y se marchó corriendo para clase.
Llegaba tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario