Antes
de morir, mi madre me enseñó a tejer patucos y desde entonces, no
puedo parar. Los hago de todos los colores y los vendo. Con lo que
gano, pago las entradas del teatro. A veces me río tanto que los
actores me miran y me guiñan un ojo, agradecidos. En casa tenemos
una hilera entera de butacas. Las recogimos cuando reformaron el
Principal. Son tan cómodas, que parece que has pagado por ver la
teletienda. Es algo mágico. Sombras que se proyectan sobre la pared.
El sonido, apenas audible, porque mientras, la bestia duerme.
Hay
un oso de porcelana encima de la tele. Le falta un brazo. Habrá
recibido algún golpe. Con el otro acaricia su tarro de miel. No hay
objeto más singular que una cuchara tallada en forma de avispero. Si
fuera negra, llevaría una colgada en cada oreja, destacando sobre mi
piel. Empiezo a notar un sarpullido. Es interno. No hay motivo para
rascar. Si me picase la espalda, me frotaría contra el marco de una
puerta. Pero tengo un plan mejor. Enciendo un cigarro y veo series
rosas. Me llegan mensajes. Tenemos que quedar. Necesito hablar. Qué
horas. Cuando nos tomamos algo me cuentan su vida minuto a minuto. Yo
estoy a otra cosa. Como no hablo, me dicen que sé escuchar. Que
comprendo a todos. Que no juzgo. Pero es que me aburro. Y pienso que
si las aguas fecales van a dar a los ríos, que absurdo lo del
reciclaje de papel, plástico y vidrio. Mientras, siguen. Dale que
dale. Y a mí sus tonterías me interesan un cojón de pato. Pido un
café solo y sin azúcar. No quiero dormirme en su cara. De repente
se levantan y se van, dicen que les está pasando el bus, o que los
está llamando un ligue. Me sueno en una servilleta y cojo el
periódico. Escupe sangre desde la primera página.
Si alguien se pega un tiro y eres muy pequeña, puedes confundir el líquido rojo con pintura de paredes. Crees que los Reyes Magos no son concejales y te pones histérica cuando alguien te cuenta el cuento de la buena pipa. Puede ocurrir que luego crezcas. Y que acabes haciendo de Papá Noel en cualquier centro comercial. Contándole a un niño absurdas historietas. Ésta es real como las burbujas de una gaseosa. El abuelo ha llegado a casa. De madrugada. Sin permiso del hospital. Ha sacado su escopeta de debajo de la cama. Los cartuchos de colorines, del cajón de la mesilla. Ha entrado en mi habitación y ha confundido los dos bultos con una trinchera enemiga. Ha gritado ¡fuego a discreción! y el tiro ha rebotado en el ángulo de la pared. Papá se ha incorporado de un salto, desnudo y fláccido, a tiempo de quitarle el arma de las manos.
Hablo
en tono tranquilizador y acompaño al desorientado sonámbulo a su
catre. Estás
sangrando, me
dice. Gracias,
abuelo. No te preocupes. Lo
tumbo y cierra los ojos.
Oigo
una respiración agitada. Susurran mi nombre. Gatean por el pasillo.
Me piden que avise a una ambulancia. Parece un infarto. Necesita una
Aspirina, pero ayer me tomé la última.
Vaya.
El teléfono brilla al
fondo del salón. Desconecto la clavija y escucho sus lloriqueos.
Morirá mientras me desmayo. No llego a perder el conocimiento y sólo
cuando despierto, comprendo que ha sido un maravilloso sueño.
Mi
sacudida lo desvela. De
nuevo excitado. Y furioso.
Espero a que acabe para hacerme la
dormida, aunque el dolor es irresistible. En unos minutos se ducha y
silba canciones del Lejano Oeste. Se marcha a trabajar mostrando
cierta piedad. Desayunará en el bar, así que salgo de la cama. Sigo
sangrando y gateo, porque ha sido violento como un parto. Tarareo una
preciosa nana, porque eso es la inocencia, un bebé entre las manos.
Vomito y dejo que el desagüe se lo lleve. Pierdo las fuerzas
abrazada al váter, que está frío como un depósito de cadáveres.
Me acuclillo rota sobre el bidé. Pongo una toalla y el relleno de
una almohada.
Paciencia.
El
contagio llegará. Y construiré una vida nueva sobre sus cenizas.
Me
coloco un par de compresas y empujo un lingotazo de ginebra, que
ayuda con el escozor. La inocencia no es una copa de menos. Vino y
cerveza sólo provocan estados de ánimo. En mi caso, somnolencia.
Pero me despabilaré. Saldré de casa. Buscaré nuevos clientes. Iré
al mercado. Haré la comida. Veré una obra de teatro. Leeré un buen
libro. Pasearé por el parque. Liaré un pitillo. Visitaré al
abuelo. Volveré para la cena y estaré abierta a lo que él
disponga.
Porque
no podrá cambiarme.
La
inocencia está en mi mente y nada puede pervertirla. Ni las letras
de Pink Floyd, ni la poesía de Bukowski. Tampoco este líquido
bermellón, que da forma a un coagulado charco.
Son
ellos y no yo, los que han fracasado.
Porque
ya no es sangre para mí, esto que veo. Nunca lo fue. Hoy lo sé. Es
la pintura fresca de una pared sobre la que colgar, muy pronto, mi
reloj nuevo de cocina.
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