Para
que nadie se le acercase a menos de un metro con 8 centímetros
–que era lo que medía su sombra– se dejó crecer un enorme bigote (^) a dos colores. Presumidísimo, se levantaba bien temprano para
enjabonarlo y crear en él monstruosas formas.
Una
de sus mitades era blanco tiza (menos cuando se comía un
plato de macarrones con tomate, claro). La otra, era negra como un
cielo cuando es de noche, salvo cuando amasaba pan, porque entonces
acababa embadurnado en harina de trigo. ¡Desastre de Cesâreo!
Y
es que, aunque parecía un hombre hecho y derecho, la radiografía
que le hicieron el año en que se dio un cabezazo contra la rodilla
cuando se agachó para atarse los cordones, puso en evidencia, o lo
que es lo mismo, demostró sin lugar a dudas, que dentro de aquella
cabeza dura no había más que una sola preocupación:
Cesâreo
dedicaba la mitad de las horas, casi todos los minutos y una buena
parte de sus segundos, a cuidar de una perdiz que le había dejado su
padre.
Pero el bigotudo Cesâreo era distinto a los demás.
Se metía en el gallinero días enteros, junto a su perdiz. Le daba de comer en la mano. La abanicaba. La inflaba a golosinas y gaseosa y le cantaba a voz en grito los grandes éxitos del verano :)).
De
hecho, fue de esta manera, tan musical, como Martita, su pequeña
vecinita, se dio por enterada de que aquel hombre rabioso, sabía
hablar como los demás.
–¡ESE POLLO ESTÁ TRISTE!– le chilló un día para cabrearlo.
–¡No
es un pollo, atolondrada, que es una perdiz!– respondió él
furioso.
Sin asustarse, Martita se quedó allí plantada y remarcó, en plan marisabidilla:
–¡Ese
cuervo tiene penita!– Y se largó a jugar con su pandilla.
Las
reacciones de Cesâreo fueron varias:
1ª.
(...Grr...)
Cabrearse:
–Diablo
de chiquilla, si nadie le preguntó ¡que se meta en sus cosas!
2ª.
(...Ummm...)
Pararse a pensar durante más de un minuto:
–...Pena,
pena... qué sabrá ésta de penas. Bueno... algo triste parece que
está... Le echaré un poco de grano en el comedero por si es
hambre...
3ª.
Darle la razón por lo bajo a aquella piojosa niña:
–Pues
no, no es hambre. Y sed tampoco. ¡Pues sí que sabe de animales!
4ª.
Negarse a sí mismo que le daba la razón:
–¡Qué
no hombre! ¡Pájaros con pena! ¡No, no y mil cien veces no!
Y
5ª.
Preguntárselo directamente al cuervo. ¡PERDÓN! Al pollo. ¡PERDÓN!
Quería decir a la perdiz:
–¿Verdad
que no, bonita? ¿Verdad que de penas, nada de nada? ¿Qué te ocurre
entonces mi pequeñina?
Y
¿qué creéis que le contestó aquel ave de dos patas? Pues
nada, claro.
Pero lo miró con ojos tristes :(((((((((.
Pero lo miró con ojos tristes :(((((((((.
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