jueves, 1 de octubre de 2015

Hombres muertos que caminan (28)


_el carácter
Toda mi vida he estado a punto de convertirme
en algo que se esperaba que fuera, y nunca fui.

Tenía frecuentes cambios de humor. Desde siempre, pero fue a peor.
Ella misma lo decía. Había días en los que no se soportaba.
Lo normal era que ni te dieras cuenta, porque buscaba la manera de no verte, de pasar las neuras en casa, sola, pero cuando estaba de buenas, era de lo mejor.
Te tronchabas de risa.
Tendía al buen humor, vale, lo fomentaba en los demás. Era graciosa, pero tenía aquella otra parte triste, terriblemente trágica, que podía manifestarse en cualquier momento. Y no entendías muy bien por qué.
Un detalle concreto, una mala contestación, un gesto... Le afectaban demasiado algunas cosas que a veces no iban ni con ella. Pero la entristecían. Y eso chocaba, por lo fuerte que parecía. Imperturbable. Indestructible.
Y sin embargo, no.
Emocionalmente era una persona inestable. Una atormentada.

Para ejemplo, la bochornosa tarde de verano en el que la conocí, con su minifalda vaquera blanca, sentada a pelo sobre unas escaleras de cemento. Ajena por completo a nosotros, cuatro lagartijos espatarrados al sol.
Cabreada.
Muy, muy, muy callada.
El más pequeño –y el único que se atrevía– se acercó sudoroso para hablarle y acariciarle las piernas, pero nada más tocarla, ojiplático, se detuvo en seco ante aquellos pequeños tallos de pelo que sobresalían de su piel de rodillas hacia abajo y, mirándola como un loco mira a otro loco, le gritó enajenado: ¿pero por qué me pinchas?
Y ella, que no había dado un pío en lo que iba de tarde, se tiró un cuarto de hora llorando de risa.

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