miércoles, 14 de octubre de 2015

Hombres muertos que caminan (41)


la belleza_
Después de todo, nada.

Era la típica niña mona, núcleo del universo y, por descontado, del pueblo.
Apuraba su caminar con pequeños pasos, meneando una impresionante melena rubia que luchaba contra el viento por acariciar sus curvas perfectas, disparo en la sien a toda una peña de adolescentes de alma caldeada. Se sabía tan poderosa ante ellos, que aprovechaba cada banco, cada rincón oscuro, para hacer brasas con aquellas entrepiernas. 
Luego venía a instruirnos. 
Las más pequeñas no entendíamos demasiado, pero la mirábamos como impresionadas. Ahá.

Los años pasaron, se hizo aún más mujer y encontró lo que buscaba. Era tan alto, tan moreno y tan Tan, que en menos de un año se casaron, compraron una casa y planificaron su maravillosa vida incluyendo en ella a una pequeña de ojos claros. 
Los demás, verdes de envidia. 
Nadie pensó que la mala suerte pudiese cogerle cariño a los guapos. Pero estas cosas pasan y así, un día cualquiera, ni mejor ni peor que el anterior, cuando aún eran felices, una viga y una mala descarga, lo aplastaron todo.
No recuerdo, ni antes ni después de aquel velorio, haber estado en ningún lugar en el que la brutal desesperación se hubiese concentrado de manera tan rotunda en un rostro. Me abracé a ella para darle el pésame y me apretó con tanta fuerza, que se me derritió la coraza. Al separarnos, los restos de su cara de muñeca de porcelana, hermosa y hundida, me lo manifestaron sin más. Todo aquel dominio, aquella feminidad, el pelo teñido, el labio perfilado, la manicura perfecta, el bigote sin pelo. Todo aquel esfuerzo tampoco era suficiente. 
 
Para nosotras, había sido una diosa. Pero serlo tampoco garantizaba nada.

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