Toda
la sabiduría del mundo no impedirá que se derrame el té sobre tu
blusa blanca, pero ayuda a lucir la mancha con indiferencia, a
sabiendas de que lo que reviste, sigue latiendo. Leo a Galeano a
Pavese a Pessoa a Dostoyevski y lo mezclo todo con Corín Tellado,
para darle conversación a mis clientes. A mi padre no le gustan los
libros, pero es que él no sabe a qué me dedico. Cree que hago
voluntariado en el zoo. Si así fuera, le sacaría el veneno a una
serpiente y se lo daría a beber, pero las protegen demasiado. Les
dan ratones vivos. Pequeñines, blanquitos.
Qué
cosa, lo del instinto.
Nosotros
sin embargo, necesitamos adornar el plato con ramitas de perejil.
Siempre el ornamento del engaño: la leche viene del cartón, las
patatas del supermercado, el postre de hoy, de un sobre hecho con
papel de plata. Una brújula es una viéjula montada sobre una
escóbula. Lo real, sin embargo, sigue circulando afuera, y va que
estalla con cientos de miles de vajillas por romper. Con más de
cuatro almas a recomponer. Y el trabajo de millones de personas,
mezcladores, guionistas, cámaras, letristas o actores, esparcido por
el pavimento de todas las ciudades, a merced de cualquier tacón
lleno de grava. De las prisas cuando el coche patrulla inicia su
ronda y nadie tiene los papeles en regla. Fardos de iniciales que
ahora también se venden, porque son más cómodas de transportar,
porque no tienen esquinas que te destrocen los riñones.
Está
claro que los donantes deberían morir antes. Y suelen hacerlo.
También las buenas personas (a secas). Ambos factores son
compatibles con el más allá, que los aguarda con ansia. Como la
pitón al roedor tierno e inocente.
El
que hoy demanda mis servicios no ha muerto. Es egoísta. Y receptor
de un hígado. O de parte, porque se regenera. Como le sucede a él
con mis visitas. Pero estoy indignada, yo buscaba una hepatitis. Me
resigno curando mis indigestiones con salchichón y queso fresco. Qué
delicia de bolitas de pimienta. Tan amarillas, cuando lo cortas en
lonchas. Mi consuelo en tardes lúgubres como ésta. Se han fundido a
un tiempo todas las bombillas de bajo consumo y nada alumbra menos
que una varita de incienso. Quemo varias al día, para que no huela.
Ventilo antes, aunque eso no evita nada. En cuanto mete la llave en
la cerradura, me rindo a la evidencia. Sé que probará mi boca. Y el
castigo será su cuerpo.
Viene
del hospital, es un buen hijo. Yo pasaría allí la noche, pero se
niega. Dormirá un par de horas y luego me mantendrá ocupada. Es su
estilo. Su método para obligarme a dejar el cigarro. Empecé con la
pipa. Se parece mucho a la de Magritte (a la que no lo es). Ahora me
he vuelto más daliniana. Y fumo picadillo, porque soy pobre. Camino
hacia Miró, aunque al mirarme al espejo veo al perro hundido de
Goya. Un poco más de maquillaje y pista.
Detesto
las conversaciones de mujeres. Las confidencias me aburren. Por eso
nunca cuento nada a nadie. Lo escribo, en todo caso. Nadie lee una
novela, pero todo el que puede husmea en tu diario. De cualquier
manera, ni una palabra saldrá de mi boca. Seré como aquella
parienta muda que me adoraba. Habría dado lo que fuera por ser mi
tía. Y yo por saber en qué piensa alguien que no habla ni oye. La
tele encendida doce horas. Sin opción a intervenir. Qué descanso.
Contemplar a los vivos tirada en un sofá, aunque te pierdas algún
buen programa de radio. Hoy analizan la obra de Silvia. Ha dedicado
su tiempo a James Mathew Barrie. Y a la figura de Peter Pan quien,
por lo visto, sigue negándose a crecer. Mi parienta me recuerda a
Nana, la perra cuidadora de niños. Intenta protegernos. Pero al
final, escapamos volando. O arrastrándonos. Esto no es un cuento,
pero por si acaso leo a Barrie. Y también a Silvia, que te atrapa
con su voz. Busco soluciones en sus páginas. Me sorprende el
locutor, tratándola de usted. La cortesía es fundamental. Así me
lo inculcaron. Parece que a él también. Pero la chica es joven. Y
yo, aunque me ninguneen.
De
todas maneras, rechazo el tuteo. Implica confianza. Ja. Prefiero
aferrarme a esa disciplina, a la respetable lejanía que exige el
empleo diario de ese pronombre personal tan distante. Al fin y al
cabo es mi padre. Un cliente más. Y sus visitas a mi cuarto serán
siempre menos que las mías a la biblioteca.
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