miércoles, 17 de junio de 2015

fracasamosSS

Toda la sabiduría del mundo no impedirá que se derrame el té sobre tu blusa blanca, pero ayuda a lucir la mancha con indiferencia, a sabiendas de que lo que reviste, sigue latiendo. Leo a Galeano a Pavese a Pessoa a Dostoyevski y lo mezclo todo con Corín Tellado, para darle conversación a mis clientes. A mi padre no le gustan los libros, pero es que él no sabe a qué me dedico. Cree que hago voluntariado en el zoo. Si así fuera, le sacaría el veneno a una serpiente y se lo daría a beber, pero las protegen demasiado. Les dan ratones vivos. Pequeñines, blanquitos.
Qué cosa, lo del instinto.
Nosotros sin embargo, necesitamos adornar el plato con ramitas de perejil. Siempre el ornamento del engaño: la leche viene del cartón, las patatas del supermercado, el postre de hoy, de un sobre hecho con papel de plata. Una brújula es una viéjula montada sobre una escóbula. Lo real, sin embargo, sigue circulando afuera, y va que estalla con cientos de miles de vajillas por romper. Con más de cuatro almas a recomponer. Y el trabajo de millones de personas, mezcladores, guionistas, cámaras, letristas o actores, esparcido por el pavimento de todas las ciudades, a merced de cualquier tacón lleno de grava. De las prisas cuando el coche patrulla inicia su ronda y nadie tiene los papeles en regla. Fardos de iniciales que ahora también se venden, porque son más cómodas de transportar, porque no tienen esquinas que te destrocen los riñones.
Está claro que los donantes deberían morir antes. Y suelen hacerlo. También las buenas personas (a secas). Ambos factores son compatibles con el más allá, que los aguarda con ansia. Como la pitón al roedor tierno e inocente.
El que hoy demanda mis servicios no ha muerto. Es egoísta. Y receptor de un hígado. O de parte, porque se regenera. Como le sucede a él con mis visitas. Pero estoy indignada, yo buscaba una hepatitis. Me resigno curando mis indigestiones con salchichón y queso fresco. Qué delicia de bolitas de pimienta. Tan amarillas, cuando lo cortas en lonchas. Mi consuelo en tardes lúgubres como ésta. Se han fundido a un tiempo todas las bombillas de bajo consumo y nada alumbra menos que una varita de incienso. Quemo varias al día, para que no huela. Ventilo antes, aunque eso no evita nada. En cuanto mete la llave en la cerradura, me rindo a la evidencia. Sé que probará mi boca. Y el castigo será su cuerpo.
Viene del hospital, es un buen hijo. Yo pasaría allí la noche, pero se niega. Dormirá un par de horas y luego me mantendrá ocupada. Es su estilo. Su método para obligarme a dejar el cigarro. Empecé con la pipa. Se parece mucho a la de Magritte (a la que no lo es). Ahora me he vuelto más daliniana. Y fumo picadillo, porque soy pobre. Camino hacia Miró, aunque al mirarme al espejo veo al perro hundido de Goya. Un poco más de maquillaje y pista.
Detesto las conversaciones de mujeres. Las confidencias me aburren. Por eso nunca cuento nada a nadie. Lo escribo, en todo caso. Nadie lee una novela, pero todo el que puede husmea en tu diario. De cualquier manera, ni una palabra saldrá de mi boca. Seré como aquella parienta muda que me adoraba. Habría dado lo que fuera por ser mi tía. Y yo por saber en qué piensa alguien que no habla ni oye. La tele encendida doce horas. Sin opción a intervenir. Qué descanso. Contemplar a los vivos tirada en un sofá, aunque te pierdas algún buen programa de radio. Hoy analizan la obra de Silvia. Ha dedicado su tiempo a James Mathew Barrie. Y a la figura de Peter Pan quien, por lo visto, sigue negándose a crecer. Mi parienta me recuerda a Nana, la perra cuidadora de niños. Intenta protegernos. Pero al final, escapamos volando. O arrastrándonos. Esto no es un cuento, pero por si acaso leo a Barrie. Y también a Silvia, que te atrapa con su voz. Busco soluciones en sus páginas. Me sorprende el locutor, tratándola de usted. La cortesía es fundamental. Así me lo inculcaron. Parece que a él también. Pero la chica es joven. Y yo, aunque me ninguneen.
De todas maneras, rechazo el tuteo. Implica confianza. Ja. Prefiero aferrarme a esa disciplina, a la respetable lejanía que exige el empleo diario de ese pronombre personal tan distante. Al fin y al cabo es mi padre. Un cliente más. Y sus visitas a mi cuarto serán siempre menos que las mías a la biblioteca.


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