A
Silvia Carballo Rodríguez,
que
empieza a ver el lado bueno de las cosas.
Y a mostrar el suyo.
Al
niño que llevamos dentro.
A James Mathew Barrie.
Cesâreo
era un hombre canijo que no se hablaba con nadie.
A
los que podáis pensar que era mudo, os diré que mal hecho, porque
una cosa es no poder hablar y otra no querer, como en su caso. Así
que para empezar remarcaré que un hombre no es más que un niño que
al cabo de unos años crece y que, sólo a veces, se transforma en un
cascarrabias insoportable.
Estudiosos muy importantes de este país,
tras meses de encierro en sus humeantes laboratorios, han relacionado
este hecho con la posibilidad de que las aguas con las que sus madres
prepararon los primeros biberones estuviesen contaminadas, así como
con la cantidad de besos que sus abuelos les hubiesen dado durante
los primeros diez años de niñez.
Afirman
las malas lenguas –afiladas como cuchillos y de un intenso color
violeta– que Cesâreo era como era porque nunca conoció a sus
abuelos, quienes seguramente habrían emigrado a un país muy lejano.
Los
emigrantes son personas como las demás.
Los hay ALTOS como una
entrenadora de baloncesto, bajos como un niño pequeño (aunque no
tanto), gordos como una oveja, flacos como el tallo de una flor,
rubios como el pelo de una espiga de maíz o morenos como el ojo
negro de un oso panda.
Los llamamos así porque de repente, un día,
deciden llenar una maleta de ropa y marcharse del lugar donde hasta
ese momento habían vivido. Normalmente van en busca de trabajo a una
gigantesca fábrica llena de máquinas complicadísimas, para
abarrotar de dinero la misma maleta en la que metieron su ropa antes
de irse. Así, en el mismo momento en que ya no quepa ni un billete
más, sabrán que ha llegado el momento de regresar y construir una
casona con doce puertas y dieciocho ventanas, tres alturas y muchas
habitaciones que limpiar.
Los
abuelos de Cesâreo se marcharon a Argentina, un país en el que se
habla español, se baila tango, se bebe hierba mate y se silba por la
calle.
Desde
allí enviaron a su único nieto cientos de cartas abarrotadas de
besos. Pero, como la distancia era un océano enteeeeeeeeeeeeeeeeeero, aquellos besos
se morían de aburrimiento :(. Por eso hacían estallar la solapa del
sobre y subían a darse un paseo por la cubierta del barco, donde
montones de mejillas de niños que correteaban de proa a popa y de
babor a estribor, se los quedaban.
Ese fue el motivo por el que al
pobre Cesâreo nunca le llegó ninguno.
Aún
así pudo haberse librado de su amargura, pero, durante una noche
oscura, a su madre se le colaron unas arenillas en la jarra del agua
con la que, al día siguiente, le preparó su segundo biberón. Y
ya os digo que el maleficio de las aguas contaminadas, es casi
imposible de deshacer.
Por eso aquel bebé, que había nacido totalmente sano y risueño, acabó convirtiéndose en un ogro gruñón.
Por eso aquel bebé, que había nacido totalmente sano y risueño, acabó convirtiéndose en un ogro gruñón.
Así que los besos también se mueren de aburrimiento.
ResponderEliminarApaga y vámonos
Sólo los que no llegan a su destino :).
ResponderEliminarGracias por leerme y por dar este paso. ¿Si integramos el color de tus ojos y la tinta de mi boli, saldrá algo potable? Pon a Frodo a pensar :).
Propongámonos algo y démosle donde duele. ¿Salgamos a la luz?
Anda, anda, colabora con Su-Blue, aunque destiña un poco ;).
Gracias por actuar a mi favor. Ya te debo más de una.
La actuación es lo mio siempre que el fin lo merezca y éste es un filón!!. Preparando azul de ojos para recibir azul de boli.
EliminarJoder. ESTO ES UNA RUBIA. Y olvídate del fin, que estamos en el comienzo :).
ResponderEliminarUn abrazo!