martes, 23 de junio de 2015

Cesâreo



A Silvia Carballo Rodríguez, 
que empieza a ver el lado bueno de las cosas. 
Y a mostrar el suyo.

Al niño que llevamos dentro.                                                  A James Mathew Barrie.


Cesâreo era un hombre canijo que no se hablaba con nadie. 
 

A los que podáis pensar que era mudo, os diré que mal hecho, porque una cosa es no poder hablar y otra no querer, como en su caso. Así que para empezar remarcaré que un hombre no es más que un niño que al cabo de unos años crece y que, sólo a veces, se transforma en un cascarrabias insoportable. 
Estudiosos muy importantes de este país, tras meses de encierro en sus humeantes laboratorios, han relacionado este hecho con la posibilidad de que las aguas con las que sus madres prepararon los primeros biberones estuviesen contaminadas, así como con la cantidad de besos que sus abuelos les hubiesen dado durante los primeros diez años de niñez.
Afirman las malas lenguas –afiladas como cuchillos y de un intenso color violeta– que Cesâreo era como era porque nunca conoció a sus abuelos, quienes seguramente habrían emigrado a un país muy lejano.

Los emigrantes son personas como las demás. 
Los hay ALTOS como una entrenadora de baloncesto, bajos como un niño pequeño (aunque no tanto), gordos como una oveja, flacos como el tallo de una flor, rubios como el pelo de una espiga de maíz o morenos como el ojo negro de un oso panda. 
Los llamamos así porque de repente, un día, deciden llenar una maleta de ropa y marcharse del lugar donde hasta ese momento habían vivido. Normalmente van en busca de trabajo a una gigantesca fábrica llena de máquinas complicadísimas, para abarrotar de dinero la misma maleta en la que metieron su ropa antes de irse. Así, en el mismo momento en que ya no quepa ni un billete más, sabrán que ha llegado el momento de regresar y construir una casona con doce puertas y dieciocho ventanas, tres alturas y muchas habitaciones que limpiar.

Los abuelos de Cesâreo se marcharon a Argentina, un país en el que se habla español, se baila tango, se bebe hierba mate y se silba por la calle.
Desde allí enviaron a su único nieto cientos de cartas abarrotadas de besos. Pero, como la distancia era un océano enteeeeeeeeeeeeeeeeeero, aquellos besos se morían de aburrimiento :(. Por eso hacían estallar la solapa del sobre y subían a darse un paseo por la cubierta del barco, donde montones de mejillas de niños que correteaban de proa a popa y de babor a estribor, se los quedaban. 
Ese fue el motivo por el que al pobre Cesâreo nunca le llegó ninguno. 
 
Aún así pudo haberse librado de su amargura, pero, durante una noche oscura, a su madre se le colaron unas arenillas en la jarra del agua con la que, al día siguiente, le preparó su segundo biberón. Y ya os digo que el maleficio de las aguas contaminadas, es casi imposible de deshacer.
Por eso aquel bebé, que había nacido totalmente sano y risueño, acabó convirtiéndose en un ogro gruñón. 

4 comentarios:

  1. Así que los besos también se mueren de aburrimiento.
    Apaga y vámonos

    ResponderEliminar
  2. Sólo los que no llegan a su destino :).
    Gracias por leerme y por dar este paso. ¿Si integramos el color de tus ojos y la tinta de mi boli, saldrá algo potable? Pon a Frodo a pensar :).
    Propongámonos algo y démosle donde duele. ¿Salgamos a la luz?
    Anda, anda, colabora con Su-Blue, aunque destiña un poco ;).
    Gracias por actuar a mi favor. Ya te debo más de una.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La actuación es lo mio siempre que el fin lo merezca y éste es un filón!!. Preparando azul de ojos para recibir azul de boli.

      Eliminar
  3. Joder. ESTO ES UNA RUBIA. Y olvídate del fin, que estamos en el comienzo :).

    Un abrazo!

    ResponderEliminar