Si
cruzas el charco te vacunan contra la fiebre amarilla. Primero pagas.
Pero te vas con tu preciosa cartilla bajo el brazo. Y no hay aduana
que se resista. Luego ves llanto y miseria. Personas que las pasan
canutas y piensas en tus zapatillas nuevas. En las docenas caducadas
que tiraste por miedo al colesterol. En tu anillo de plata,
ofendiéndolos con su brillo. Piensas, qué bueno lo mío. Conservar
labios mayores y menores. Un buen clítoris en su sitio. Y la
posibilidad de, algún día, ser dueña de tu destino.
El
mendigo acepta la propuesta. Y ata el caniche al carro.
Detrás del
colegio hay unos matorrales. Hagas lo que hagas nadie lo sabrá. No
se ve, más que hacia arriba. Además de las nubes, ondean varias
banderas. Pienso en el jardinero. Demostró un gran vigor cortando
setos. No. Excesivamente saludable. Mejor este, que no puede con el
culo. Aún así, ha sido rápido. Como a ellos le gusta.
Una
bandera es un trozo de tela que se agita con el viento.
El pelo
también, aunque no seas una estrella musical que graba un
video-clip. A puro golpe de secador. Cuando lo conecto con la tele,
el lavavajillas y el horno, salta el automático. Lo he descubierto
por accidente. Pero será mi nuevo modo de provocar su ira. Es tan
fácil que a veces no puedo ni creerlo. Aunque mi método favorito es
abrir ventanas cuando duerme. Despertarlo a golpe de corrientes de
aire. Lo mejor. Y muy seguro. Tiene que irse a trabajar. No hay
tiempo para más. Si llega tarde, a la puta calle. Le preparo el
desayuno y puerta. Yo soy aquel negrito, del África tropical. Feliz
con mis ocho horas de espera por delante. Porque cuando vuelva, será
él quien tenga todo el tiempo del mundo.
El
reloj de la cocina sigue parado. Es un búho tallado en madera. Hace
años la alcayata cedió y el bicho se estampó contra el suelo.
Menos mal. Mi cuerpo no habría resistido. Fue el primer contacto.
Así, a lo bestia. Sobre la mesa. Al golpear la pared, algún azulejo
se resintió. O cedió. Y mi pajarraco salvador se tiró en plancha.
Bam! Desde aquel día urdo mi plan. Tiré aquel hule y lo cambié por
uno acolchado. Colgué el reloj de nuevo, pero las agujas no han
vuelto a moverse. Interpreto que los minutos corren a mi favor,
aunque yo prefiero caminar y disfrutarlos despacito. Un paseo por el
parque. Los columpios. El río. Ir descalza sobre la arena. Darle un
mordisco al bocadillo. Dejar que se derrita el chocolate, para
embadurnarme los pies con él. Busco la infección por los rincones,
pero nadie reutiliza ya sus jeringuillas. Me apago las colillas en
las plantas. Sólo es dolor sin consecuencias. Saco alguna foto
bonita.
Me
curaré.
Si toca ir a Urgencias, disfruto. Cuento mil historias. Ponen cara
rara, al principio. Pero lo del sadomaso los convence y lo anotan en
el parte. Siempre la misma versión. El libertinaje. Un
interrogatorio policial, pero conservar el aplomo nunca falla. Y un
padre con cara de señor, tampoco. No han quedado restos que prueben
nada. Sólo mi sangre y mi dolor. De tanto en tanto me regalan un
ingreso. La panacea. Una cama para mí sola. Pero si se repite,
investigarán profundamente el caso. Aprovecho y visito la planta de
infecciosos. Pervertidos a porrillo. La consecuencia es el hospital,
pero les encanta reincidir. Consigo varios voluntarios y los dejo
entrar, uno a uno, al baño. Ducharse en agua fría puede traer cola.
Pero una pulmonía prolonga tu estancia. Luego llega el alta, cuando
no hay rastro de herida externa. Espero que el mal haya prendido
dentro, como hierbajos en el jardín. Algún día tendré uno,
rodeando mi casa de planta baja. Crecerá algún trébol de cuatro
hojas. Cardos y tulipanes, que son mis plantas favoritas. Hoy las
riego y les hablo, pero se secan. Y al final tengo que ir al mercado
a por semillas. Un tío toca las palmas en el autobús. Te obliga a
mirarlo. Su apariencia es normal, pero es que las apariencias son
así. Alguien lo insulta.
El
mundo no soporta ni medio gramo de alegría.
Qué
raro. Tampoco nadie resiste el drama en los cines. Un buen porcentaje
se levanta y se va. Con un par. A la mierda el director y el precio
de taquilla. Luego llegan los premios y todo dios habla de
extraordinaria carga dramática y no sé que más. El acomodador se
encoge de hombros y corre las cortinas. El transistor vocea el
comienzo del partido. Benditas cabinas insonorizadas.
Oh-oh.
Me
he entretenido mirando la cartelera. La cena sin hacer. Ante mí el
drama en todo su esplendor. El ascensor estropeado. Treinta y siete
peldaños que jadear. El sudor es ahora una mezcla de esfuerzo y
miedo. Entro decidida y cierro la puerta con llave. No quiero
escapar. Me giro y mi estómago recibe a su puño. No es nada. Voy
directa a la cocina. Saco el cuchillo más afilado del cajón. Eso
frena a cualquiera. Me pongo a cortar la patata, una cebolla que me
hace llorar y paso a batir los huevos. Vaya. La tortilla se quema un
poco por el borde. La ensalada, mal aliñada. Se oye un gooooooool
que lo enfurece. Nunca ganan los suyos. Toca tanda de penaltis.
Podría poner el lavavajillas, pero prefiero entretenerme con el
estropajo. Paso la fregona también. Querría arrodillarme y darle
con el cepillo a las juntas, pero el árbitro pita el final. Me pongo
el pijama de gatitos y meo antes de ir a dormir. Cuento ranas y las
veo dando saltos en la charca. Entra sin encender la luz. Croac,
croac. Da un portazo.
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