la
educación_
...soy
fuerte a la fuerza.
Unos despiertan
con el canto del gallo. Otros, con las sirenas de las ambulancias. En
mi barrio abríamos los ojos con los bramidos de uno de nuestros
vecinos.
Era divertido
verlo rebuznar amarrado a las barandillas de hierro del balcón, como
si le hubieran soldado las manos. Niños y adultos disfrutábamos por
igual de aquella feria matutina.
Mamá no.
Yo no entendía
aquel contraste de sentimientos y le pregunté a papá por qué si los demás nos reíamos, ella lloriqueaba.
Él me dijo que
aquel chico había nacido con un problema, con algo que no funcionaba
correctamente en su cabeza, de ahí su comportamiento. Me dijo que
éramos unos privilegiados, que teníamos brazos y piernas, ojos y
oídos, veinte dedos, corazón, riñones, todo funcionando con
normalidad. Que éramos afortunados por poder desenvolvernos con
autonomía, por haber esquivado la fatalidad que en ocasiones se ceba
con algunas familias. Me dijo que lo fácil era eso, reírse –y también
lo más miserable– y que lo triste era que se burlaran de uno y
tener que resignarse. Me dijo, que para aquellos padres, ese hijo era
tanto como para él lo éramos nosotros y que estaba en mano de todos
ayudarlos a caminar con la cabeza erguida y el pecho inflado de
orgullo.
Me crié en un
segundo piso en el que se lloraba por todos, en el que estaba bien
visto compartir y ayudar a los demás, en el que burlarse de quien
compitiese en desventaja era convertirse en minúsculo y cobarde. Mis
padres me enseñaron a comportarme, a dolerme del dolor ajeno, a no
ofender, ni siquiera con una sonrisa, a quien no se pudiera defender.
A respetar. Y a callar.
Yo me fié y
desenvolví una conducta basada en aquellos consejos. Nadie me habló
de lo demás.
Me
educaron para ser una buena persona y me lo creí, pero el mundo
aguardaba paciente. Y me desgarró con sus zarpazos.
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