lunes, 11 de mayo de 2015

La tentación


Hace al hombre ladrón.
Ya lo decía una tía abuela que tuve una vez en Burgos.
Me tumbo sobre una roca. Llevo encima mi piel blanca, ciento veintitrés lunares y un bañador deportivo gris, chorreado de rosa y de morado. Pretendo atrapar al sol, porque soy una princesa, como todas.
Abro los ojos y a mi derecha, a unos cinco metros, veo como un señor, tan señor como todos los que visten impecablemente, se sienta de espaldas a la playa, y a mí. Mira hacia las islas, ve pasar los barcos. Medita. Tiene como un tic, gira todo el rato la cabeza hacia izquierda y derecha. Su camisa tiembla.
La brisa es poderosa. Estamos en primavera.
Me incorporo de cintura para arriba, coloco los brazos en atril y observo la marea, en plan be water, mientras el espectáculo de la vida, se agita a veinte pasos.
Se me acerca una niña que pronto va a dejar de serlo. Morena, muy mona, con su braguita de volantitos rosa. Da pequeños saltos, baila, nos rodea y se pone a buscar cangrejos en medio de las rocas, frente a él, que duda, aunque no se detiene.
Soy una princesa, pero no dudo. Ni me detengo.
Giro la cabeza. 
Se la miro. 
Él gira la suya. 
Me mira.
Le digo: CUIDADITO.
Se detiene la brisa, hace una pausa. Se levanta y se va. Lo veo cruzar la playa, buscar su sitio, mientras la niña encuentra a su cangrejo.
Me tumbo sobre la roca y cierro los ojos. Sonrío. 
Me gustan los finales felices.
Por supuesto que soy una princesa.

A veces Susana, me dicen, das miedo.
Ya.

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