Hace al hombre ladrón.
Ya lo decía una tía
abuela que tuve una vez en Burgos.
Me tumbo sobre una roca.
Llevo encima mi piel blanca, ciento veintitrés lunares y un bañador
deportivo gris, chorreado de rosa y de morado. Pretendo atrapar al
sol, porque soy una princesa, como todas.
Abro los ojos y a mi
derecha, a unos cinco metros, veo como un señor, tan señor como
todos los que visten impecablemente, se sienta de espaldas a la
playa, y a mí. Mira hacia las islas, ve pasar los barcos. Medita.
Tiene como un tic, gira todo el rato la cabeza hacia izquierda y
derecha. Su camisa tiembla.
La brisa es poderosa.
Estamos en primavera.
Me incorporo de cintura
para arriba, coloco los brazos en atril y observo la marea, en plan
be water, mientras el espectáculo de la vida, se agita a veinte
pasos.
Se me acerca una niña que
pronto va a dejar de serlo. Morena, muy mona, con su braguita de
volantitos rosa. Da pequeños saltos, baila, nos rodea y se pone a
buscar cangrejos en medio de las rocas, frente a él, que duda,
aunque no se detiene.
Soy una princesa, pero no dudo. Ni me detengo.
Soy una princesa, pero no dudo. Ni me detengo.
Giro la cabeza.
Se la miro.
Él gira la suya.
Me mira.
Se la miro.
Él gira la suya.
Me mira.
Le digo: CUIDADITO.
Se detiene la brisa, hace una pausa. Se levanta y se va. Lo veo cruzar la playa,
buscar su sitio, mientras la niña encuentra a su cangrejo.
Me tumbo sobre la roca y
cierro los ojos. Sonrío.
Me gustan los finales felices.
Me gustan los finales felices.
Por supuesto que soy una princesa.
A veces Susana, me dicen,
das miedo.
Ya.
No hay comentarios:
Publicar un comentario