martes, 4 de agosto de 2015

María Nández también escribe :)

Y En caja y papel se lo encuaderna :).

Cuando desperté, aquella mañana, presentí que algo se había roto entre nosotros. Con el tiempo, lo supe con toda certeza.

Desperté y sentí que estaba allí, a mi lado. Tuve intención de girarme hacia él y rodearle con mis brazos pero me contuve. Deseaba que fuese él quien me abrazara. Realmente necesitaba que fuese así. Mi deseo se quedó, al igual que yo, desconcertado. Él se despertó pasados unos minutos. Decidí no moverme mientras esperaba impaciente la calidez de sus brazos. Se incorporó. Se sentó en el borde de la cama. Se puso las zapatillas y, sin ni siquiera mirarme –esas cosas se notan— salió de la habitación.

Nos conocíamos desde hacía más de dos años. Su amistad fue muy importante para mí. Apareció en mi vida en un momento en el que lo que más necesitaba era compañía y cariño, y él, aun en la distancia –vivíamos a más de mil kilómetros—me aportaba ambas cosas.

Desde el primer momento, adquirimos el hábito de enviarnos un mensaje telefónico cada noche. Me gustaba recibirlos. Sentía que había alguien a quien le importaba. Él decía que recibirlos apaciguaba su soledad. Nos acostumbramos a hablar por teléfono cada semana, al menos una vez, y, gracias a mi trabajo, podíamos vernos cada tres o cuatro meses. La empresa donde trabajo tiene varios clientes en su ciudad a los que debo visitar como mínimo tres veces cada año.

Nuestros encuentros consistían en salir a cenar, tomar una copa y charlar hasta altas horas de la madrugada. Disfrutábamos mucho estando juntos. Nunca, hasta ese día, había habido nada entre nosotros. Sólo una fantástica amistad. Ambos estábamos enamorados pero él no era el hombre al que yo amaba ni yo la mujer que amaba él, aunque ninguno de los dos era correspondido por el ser amado. Tal vez esto hizo que nos refugiásemos más el uno en el otro. Nos comprendíamos o creíamos comprendernos mejor.

Llegó aquel día. Yo tenía que trasladarme por trabajo a su ciudad. Como era viernes acordamos que en lugar de volver ese mismo día, podría quedarme hasta el sábado por la tarde. Hacía un par de meses que no nos veíamos. Nos vendría bien. Podría quedarme en su casa -no era algo nuevo, en alguna otra ocasión ya había sido así-. Me recogería sobre las nueve de la noche, cuando yo hubiese terminado.

Como era habitual en él, fue puntual a nuestra cita. Después de un par de amistosos besos, nos fuimos a cenar y a tomar una copa. De regreso a casa caminamos cogidos del brazo, como siempre hacíamos. A él le encantaba que me colgase de su codo –era bastante más alto que yo--. A mí me gustaba que le gustase.

Llegamos a casa. Nos quitamos los abrigos. Era invierno. No teníamos sueño, así que nos sentamos a charlar, antes de irnos a dormir. De repente, atendiendo a un impulso desenfrenado, me acerqué a él. Rodeé su cara con mis manos y le dije que me apetecía besarle. Fue él quien me besó. Me acarició. Me cogió en brazos y me llevó a su cuarto. Hicimos el amor. No hablamos. Sólo nos abrazábamos, nos besábamos. Nos mentimos sobre el sentimiento hacia las personas que amábamos. No existía, dijimos. Fue una noche llena de ternura, de silencios. Fue una noche motivada por la falta de abrazos, la falta de cariño, por la soledad impuesta. Fue una noche destructora de algo hermoso.

A la mañana siguiente, salió de la habitación sin ni siquiera mirarme. Desconcertada y sorprendida, recogí mis cosas, me duché y me preparé para enfrentarme a esta nueva y, para mí, desconocida situación. Una aparente indiferencia. Él me esperaba en la cocina. Nos dimos los buenos días. Sin preguntas sobre el porqué de su comportamiento y frente a una taza de café y una tostada, hablamos muy por encima de lo sucedido. Reconocimos lo placentero que había sido todo. Teníamos claro que, como adultos que éramos, esto no afectaría a nuestra fantástica relación. Yo le creí y me creí a mi misma. Sabía que, al menos por mi parte, sería así. No sabíamos, o no queríamos admitir, que ya nada volvería a ser como hasta entonces.

Durante la semana siguiente hablamos por teléfono un par de veces. Nunca volvimos a comentar lo sucedido. Fue como si nada hubiera pasado. Confirmé mis presentimientos de aquella mañana cuando, sin motivo aparente, las llamadas telefónicas comenzaron a alejarse en el tiempo. Los encuentros, algunos provocados por mí, encontraban excusas para no llevarse a cabo. Los mensajes telefónicos, aquellos que me hacían sentirme importante, empezaron a espaciarse hasta que llegó un día en que ya ni siquiera tuvieron respuesta.

Ha pasado ya más de un año desde aquella mañana. La distancia ha crecido entre nosotros. Ya no sólo nos separan mil kilómetros, nos separan unos besos y unos abrazos que tal vez nunca debimos darnos. Ahora, de vez en cuando, en Navidad, en mi cumpleaños y en alguna que otra rara ocasión, un mensaje me sorprende preguntándome cómo estoy y deseándome toda la felicidad del mundo. 

                                                                
 

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