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Susana y Kira. Amor a primera vista. Foto: Jorge Pereira Fiuza |
Querer a un perra es algo relativamente sencillo. Un día llega, te mira, te olisquea con su trufilla húmeda, te pega un lametazo. Y ya estás jodida. Has caído en la red de sus miraditas y gimoteos de cachorrilla idolatrable. No es tuya, pero como si lo fuera. La ves cuatro veces al año, pero qué cuatro veces, oiga. Todo son sobeteos y rascadas de panza. Babas por aquí, mordisquitos por allá. Paseos hasta el riachuelo, brincos de felicidad. Querer a una perra está tirado, desde luego, y desear que no se muera nunca, es algo comprensible. Pero un día, ese día llega. Está viejita, es mayor, respira mal, oye poco, apenas ve, se atraganta y una mañana, deja de ir a buscar su galleta de recompensa. Un día se muere y ya. Con la muerte se van los ladridos, las marañas de pelo, los truños por el jardín. Se va su cara de felicidad al ver a sus dueños, el lamer sus muñecas, el masticar piedras y pelotas de tenis, el gruñirle al vecino que le cae mal. Un día deja de responder al nombre de Kira, desaparece su cuerpo y no vuelve más. Para superar la muerte de una perra ha habido que quererla, que alimentarla, que acariciarla, que nombrarla miles de veces. Por eso hay que seguir hablando de ella, sonreír con sus travesuras, recordar sus momentos míticos. No es obligatorio sustituirla inmediatamente por otra y llamarla igual, hay que enmarcar su mejor foto y sonreírle, hay que recodarla desde la alegría de sus trece años de existencia y no desde el dolor de su pérdida. Para superar la muerte de una perra es necesario ser fuerte e inteligente, realista y capaz, tener claro que toda vida se acaba y evitar el drama. Hay que retirar su pienso y su mantita, despedirse del cadáver con dulzura y dejarla ir, compartir el duelo con la familia y quererse, como ella nos habría querido, aprendiendo a vivir un poco, siguiendo su ejemplo disfrutón y cariñoso, traviesillo y feliz. De vida perruna :).
Vídeo: Kira y Nube