De las dos galletas que me ponen,
una cae al suelo y rueda hasta sus pies.
Está aquí, de nuevo,
con su apariencia decadente
y un miserable deseo a cuestas
que se bebe un vino blanco
y media cuña de queso.
Día tras día,
hoy,
la pisa con el aplomo
del segurata
que hiciera su ronda
con una porra
y un brillante
juego de esposas.
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