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domingo, 8 de mayo de 2022

El timbre

Fotografía: efialtes_fernando gonzález

Sobre cualquier pared de azulejos puede presentársenos una disyuntiva: timbrar o no timbrar. Y es que no siempre conseguimos que la persona que está en el interior de una casa nos abra la puerta o responda, tan siquiera, al timbrazo. Hacen falta mucha energía y una dosis potente de buen humor para contestar al telefonillo. Quién sabe quién podría ser. Normalmente, mormones. Está claro que cualquier mal presagio se cumplirá, si ya se ha recibido la visita del butanero. Cualquier otra cosa, morralla, recibos o vendedores de enciclopedias. En la era de Internet. Cómo estará el patio. Responder a una llamada es, pues, tarea de valientes. Porque nunca es el vecino interesante que viene a pedir sal. Nunca son seres angelicales cantando villancicos el día de Navidad. Abrir la puerta supone encararse con un pago o un pelma. Los timbres se han hecho para incordiar al que duerme plácidamente la siesta en el sofá, para provocar un incendio cuando se está cocinando y se acude a la llamada, para levantarnos del váter cuando nos hemos bajado ya los pantalones. Al que le ha pasado se le plantea pues, el dilema: Vivir o dejar vivir. Aunque siempre podrá timbrar y salir corriendo. A quién no le gusta una travesura.

viernes, 8 de abril de 2022

La hojarasca

Fotografía: efialtes_fernando gonzález

Somos así de frágiles, como la hojarasca que cae al suelo con un testarudo golpe de viento. Aunque el tronco siga en pie, perdemos tantas cosas a medida que pasa el tiempo, que el desgaste de la corteza suele ser visible, palpable, brutal. De nada sirve tatuarse un corazón o una fecha. De nada sirve nada. Aquello que hagamos hoy, se borrará con el tiempo en cuanto dejen de recordarnos. Es la vida. Y sin embargo, -siempre y eternamente y sin embargo- seguimos escribiendo posts, completando álbumes de fotos, acumulando libros dedicados, quizá con el irrisorio fin de perdurar en el tiempo, de permanecer de alguna manera, de estar presentes en el mundo. Y es que nos dan miedo los finales, las grandes incógnitas, el desaparecer. Nadie ha vuelto y eso, lastima. Nadie ha dejado de morir. Y eso, aterra. Lo que importa es el camino, nos dicen. El transcurso del vuelo de cada una de esas hojas hasta que toca el suelo, dejando nuestra ramas limpias, desnudas, yermas. Lo importante es no sufrir más de la cuenta, mantener el equilibrio, distraerse mirando algún partido de tenis, no tomar azúcar ni grasas, dormir 8 horas a placer. Pero ¿quién no piensa en el después? Solo los niños están a salvo. Y de ellos, debemos aprender.

sábado, 22 de enero de 2022

En pie

Fotografía: efialtes_fernando gonzález

Caer y levantarse. Caer. Y levantarse. Ese es el secreto. Mantenerse en pie el mayor tiempo posible. Conservar la fragilidad del mármol, que puede quebrarse en cualquier momento al ser esculpido. Mirar al frente, hacia arriba. Caminar, caminar, caminar. Alcanzar pequeñas metas. Crear, si es posible, y mostrarte al mundo y a la mirada limpia que aún conserva. Contemplar, acariciar  la belleza de lo inerte y sin embargo, ser vivo. Ser útil. Ser algo más que una estatua. Más que un intento. Más que un proyecto.

martes, 1 de diciembre de 2015

Hombres muertos que caminan (89)


vivir_
Que la vida va en serio, uno lo empieza a comprender más tarde.
Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante.

La vida es inmejorable, en el peor de los sentidos. Te lo han dicho, pero no haces caso hasta que te ves metida en el lío de lleno.
Ahora sé que no soy la misma y que nadie lo es. Los más pequeños crecimos y los mayores, envejecieron. Las cosas dejaron de ser fáciles y divertidas y me encontré en ese absurdo punto al que nunca pensé que llegaría, cuando rechazaba ser como ellos y soñaba con un mundo mejor, hecho a medida de todos.
Tal vez el problema era precisamente ese, que dejé de soñar. Pero de eso se trata el jodido tránsito a la vida adulta, imagino. Saber que estás rodeado de nadies y de nuncas, que vas a caminar durante años por el alambre para finalmente tener que caer sin que la red te ampare.
Así me siento. Como él, como el hombre del minúsculo cuerpecillo.
En mi habitación, pegada sobre el espejo, tengo la fotografía de un cuerpo hecho de yeso a punto de caer al vacío. Es la figura de un ser famélico, tipo escultura de Giacometti, colgado de una cornisa a la que se agarra con la mano derecha, inmensa e irreal, que representa sus ansias de vida y que, al sostenerlo, es su causa. Sus cinco dedos. Sus cinco razones.
Aún así, cada vez que la miro sé que es sólo cuestión de tiempo. Que la mano no resistirá. Que los dedos abandonarán desgastados por la desgana y que el inerte cuerpo de yeso acabará estrellándose contra el suelo.
Y no hay remedio.