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jueves, 10 de diciembre de 2015

Hombres muertos que caminan (98)


_un final cualquiera
Todo pasa.

El primero al que avisaron fue a su hermano.
Era el Aa de su teléfono móvil, y la persona adecuada. Ella sabía que la tenía, como lo sabíamos todos. La capacidad para sobreponerse a cualquier cosa, a tener que identificarla.
Apenas tardó un minuto, que le descompuso la expresión.
Nadie más pudo, ni quiso verla, salvo una enfermera y amiga suya. Alguien que lo sabía. Que era una suicida. Alguien que la quería.
A los demás, nos superó el pavor de no soportarlo, de materializar su muerte en nuestras cabezas, de sentirla fría y mustia, el asco, el hacer cualquier estupidez. También porque la preferíamos viva y sonriente, visceral y apasionada, mal hablada, terca como una mula. Próxima y cálida.
En cuanto le dieron la noticia, la madre se puso como loca. Pasó los dos días de velorio en el hospital, agarrada a una carta que le había escrito.
Los demás, ayudamos en lo que pudimos a prepararlo todo como ella había dispuesto. Es decir, a lo sencillo.
Y así fue.
El día terminó con un auténtico viaje en globo sobre su ciudad, sobre sus puentes, sobre sus horas caminando, sobre su vida hecha polvo cayendo a un río que la eligió y que nos hizo sentir, mientras disolvía sus cenizas, que después de esa muerte, como después de cualquier otra, nada volvería a ser, nunca, como antes.